La ocurrencia no tiene filtro. Si al caudillo le brota una idea al calor de una conferencia, ésta habrá de hacerse política en unos segundos. En esa soberanía de la intuición está la sencillez de su política. No hay ciencia ni arte, puro reflejo iluminado.

El mecanismo es sencillo y se despliega cotidianamente ante nuestros ojos. En los meandros de sus divagaciones matinales puede aparecer de pronto una respuesta sencilla a un problema complejo. La vaguedad truena los dedos y se convierte en decreto. La única prueba que debe superar es que el acto embone con alguna de sus cuatro frases. No es necesario hacer un diagnóstico. Asomarse a la experiencia internacional es una pérdida de tiempo. Sería una traición ideológica el estudiar los costos e implicaciones de una decisión. Mejor repetir una línea de los Sentimientos de la nación, contar alguna anécdota de perversidad neoliberal o recordar pasajes edificantes de la autobiografía ejemplar. Eso basta para anclar una decisión política.

Esa apariencia de poder es incapacidad para producir los efectos deseados. Los desplantes generan efectos de escena. Poco más. En el camino van corroyendo la administración y anulando la capacidad gubernativa. La represidencialización no potencia la capacidad del Estado. Hace lo contrario: encumbra el poder de un ejército que se impone sobre el mando civil, corroe los instrumentos de la eficacia.

Los vínculos del gobierno de México con el mundo son presa de esa impulsividad sin restricciones. Seguimos dando tumbos porque no existe plomada diplomática. El presidente de la república conduce las relaciones exteriores como si los gobiernos de otras partes fueran amigos o rivales de béisbol. De su instinto vienen las diatribas que envía a los mandatarios, las respuestas iracundas a parlamentarios de otros lares, los penosos chistecitos  en reuniones multinacionales. No hay consejo que sea escuchado ¿Para qué considerar la perspectiva de una embajada, el ángulo que aporta la consejería legal, las advertencias de su oficina comercial? Los principios constitucionales, las reglas elementales de la diplomacia, el cuidado de los intereses nacionales es irrelevante cuando se conduce la política exterior desde la intuición.

El tropiezo internacional más reciente muestra los hilos de esa impulsividad. Al presidente le pareció una gran idea dirigirse al mandatario chino para pedirle detener el envío de fentanilo. En algún momento le habrá parecido una audacia de alta política. Nadie en su circuito de aduladores, por supuesto, le habrá sugerido reconsiderar el arranque o canalizarlo por las vías diplomáticas. El presidente no se tomó la molestia de recabar la información esencial, no empleó los canales apropiados, no cuidó la elemental discreción que se requiere en el trato entre jefes de estado. Jugando  para el aplauso de su porra, hizo alarde de su brillante iniciativa haciendo pública de inmediato su comunicación. Cuando a la ingenuidad se suman improvisación y arrogancia se obtiene el ridículo.

Ese fue el resultado. Al presidente mexicano no le respondió siquiera el subsecretario de asuntos exteriores de China. La vocera de la cancillería respondió a la carta del presidente mexicano mostrando puntualmente el absurdo de la comunicación. Hasta una dictadura reconoce los límites del voluntarismo. ¿Qué se esperaba el presidente? ¿Una carta de Xi Jiping elogiando a las culturas ancestrales de México en la que se comprometiera a detener el envío de la droga? ¿En qué cabeza cabe? En la cabeza de un hombre satisfecho con sus prejuicios, su vanidad y su ignorancia.

El dictado de la ocurrencia presidencial es también engañoso porque pone al mandatario en manos de sus manipuladores. Qué sencillo conducirlo, llevarlo a donde los cortesanos desean. Quienes lo rodean solamente deben envolver la política deseada en alguna de las frases que encapsulan el juicio presidencial. Convénzase al presidente que una decisión es una nueva expropiación petrolera y encontrará un entusiasmo que no pierde tiempo con preguntas.

Curioso presidencialismo el que se reconstruye: presidencialismo que revienta las columnas de la eficacia, y pone la fuerza ejecutiva a merced de militares y otros  manipuladores.

 

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