En 1979, el filósofo Hans Jonas escribió un libro fundamental, El principio de responsabilidad. Jonas, como muchos de sus colegas, se había dado cuenta de que lo que caracteriza a la era tecnológica es un hiato entre nuestros actos y sus consecuencias, y proponía, a la manera de Kant, un imperativo categórico: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra”.
Pese a la finura de su argumento, la irresponsabilidad es lo propio del hombre tecnológico. Lo que lo caracteriza, como lo mostró Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, es la “banalidad del mal”, la ausencia de relación entre el acto –transportar judíos a los Lager– y su exterminio. Pese a las evidencias, aquel hombre nunca logró reconocerse como un asesino, mucho menos como un genocida. Semejante a un obrero en la cadena productiva de una fábrica, Eichmann nunca se identificó con el producto de su trabajo. Lo expresa con un sobrecogedor cinismo Maximiliano Aue, el exoficial de las SS de Las benévolas, de Jonathan Littell, al referirse al programa T-4: el exterminio de inválidos y enfermos mentales, creado dos años antes de la Solución Final: “De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referente al producto de su trabajo, en el genocidio o la guerra en su forma moderna el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción (en el programa T-4), a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales los recibían unas enfermeras que los registraban y desnudaban, unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado, un operario abría el gas, otros limpiaban, un policía extendía el certificado de defunción. Cuando después de la guerra los interrogaron” ninguno reconoció su culpabilidad: siguieron procedimientos establecidos y supervisados.
Este argumento de Aue, el mismo que, de alguna forma, esgrimió Eichmann durante su juicio, el mismo que bajo el alegato de “la obediencia debida” estuvo en los militares argentinos, es equiparable al de López Obrador, Adán Augusto López y Marcelo Ebrard ante la espantosa muerte de los 40 migrantes en una cárcel de Ciudad Juárez. En la cadena burocrática que conforma la política migratoria, ellos, desde la cima jerárquica, reaccionaron como Eichmann, como los encargados del programa T-4, como los procesados en los juicios de Núremberg y los militares argentinos: “¿Culpable yo?”. Lo que debió haber terminado con la renuncia de López Obrador, del secretario de Gobernación, del canciller y la investigación de todos los implicados en este crimen atroz, se diluyó en la ausencia de responsabilidad que implica una cadena de producción con respecto a su objeto último. Se trate de un Tesla o de un crimen masivo –como éste en el que intervinieron redes ilegales de tráfico humano, burócratas, policías, cárceles, carceleros, secretarios y presidente– la responsabilidad no sólo se vuelve difusa, se ausenta de la conciencia. Así, la primera reacción de López Obrador fue culpar a las víctimas por quemar colchones y la burla frente al reclamo: “¿Quién te envió a reclamarme, mi amor?”; la de Adán Augusto, señalar a Ebrard como responsable; la de éste, hacerse el desentendido fotografiándose para una campaña política de la que estamos todavía lejos. La irresponsabilidad en una sociedad técnica y burocratizada no sólo termina en el crimen, sino en el cinismo de lo inhumano, en la banalidad frente al mal.
Lo más grave es que esa irresponsabilidad forma parte de una política de Estado de la que la muerte de los 40 migrantes es una punta más de un iceberg monstruoso contra el que desde hace décadas encallamos. Este crimen que, como el de Acteal (1997), el de San Fernando (2010), el de mi hijo y sus amigos (2011), el de Ayotzinapa (2014), el de la familia LeBarón (2019), el de los jesuitas y un guía de turistas (2022), por recordar algunos que acapararon la atención mediática, no son hechos aislados, como la prensa suele mostrarlos y el gobierno enfrentarlos. Son, por el contrario, parte de un fenómeno producido por una estructura política que permite la irresponsabilidad. En un aparato de Estado en el que el poder se sostiene no sólo sobre cadenas de mando, como en una producción industrial, sino en intrincadas redes de complicidad como las descritas por Primo Levi en “La zona gris” de Los hundidos y los salvados, todos terminan alienados, incapaces de asumir responsabilidad alguna. De allí el desprecio por las víctimas, el 97% de impunidad y el cinismo frente a la muerte.
Jonas tuvo razón en formular su principio de responsabilidad, porque la sociedad tecnológica es una amenaza para el futuro de la humanidad como lo muestran el cambio climático, la posibilidad de una guerra de dimensiones inimaginables como la alentada por Putin y la repetición de crímenes atroces. En México, sin embargo, la palabra carece de contornos. Su ausencia en nuestros políticos tiene el rostro de Eichmann, ese rostro estúpido e inane de los que desde 2006 administran el infierno y se culpan unos a otros para terminar en la impunidad; tiene el rostro gris y mediocre de quien cada mañana hace más profunda la inmensa fosa de horror en la que seres como él convirtieron a México.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.