Hay veces que dejo de ser yo y mis emociones toman el mando. Soy un cuerpo que se habita y según la máscara en cuestión, se articulan mis labios y mis extremidades. Soy como un actor que interpretara un papel con diferentes parlamentos.
Tengo mis predilectas, y aunque finalmente mi mente acabe por tomar el mando, como si reprimiera a un chiquillo travieso al que le mandara guardar silencio. Pero en esos lapsus yo florezco, me desbordo del subsuelo como un manantial cristalino en cientos, en miles de gotas. Cuando estoy feliz, mi esencia es un río profundo que brota de la tierra y la fecunda con mi risa.
La ilusión es un potro blanco que corre con el viento, que deja huellas profundas con sus cascos, y no se puede detener porque no tiene riendas ni bridas, es un caballo salvaje que recorre la llanura y relincha bajo la luna para participarle de su ansia ciega, para hacerla cómplice de su locura.
Con cada una de ellas, varía el sonido de mi corazón. Es tan sutil la diferencia cuando se escucha a través de una emoción. Con la alegría, la voz se vuelve dulce, tersa de terciopelo y brilla la mirada. El cuerpo con su propio lenguaje y personal vocabulario dice: “estoy feliz”.
El miedo, por ejemplificar, me paraliza, la tristeza me anega en un pantano, siento que caigo en un abismo sin fondo. Me ata, me doblega y somete con su yugo a una noria que no deja de girar a pasos cansinos.
O el resentimiento que toma mi mente llenándola de imágenes y voces que resuenan como si se tratara de un aguacero ensordecedor. Su voz, atronadora, es la de un juez implacable que se siente con derecho a dirigir mi vida.
Mas yo digo que no. No hoy y no más, no. Mi tiempo es finito y decido que lo que quede por venir, lo quiero abrazar con mis emociones buenas, esas que me suman y me hacen sentir tan alta, como una cometa que se hubiera elevado, a la que nada puede ocultarle la luz del sol y se le promete el cielo entero sin regateos.
Pero ¿Qué sería yo sin mis emociones, si son el motor que activa mi vida? Un muñeco inamovible de ojos fijos. Un ente pétreo que ve pasar los días sin intervenir, sin articular palabra, una veleta mustia que se inclina al mejor postor.
Y desde este lenguaje que he aprendido a interpretar, que me ha permitido expresarme y manifestarme, las acepto como mis compañeras de viaje. Somos en la vida mis emociones y yo. A veces, me envuelvo de alegría como si de un vestido se tratara, y aunque los demás no pueden verla, la presienten y se sonríen conmigo.