La salud del presidente, en cualquier país, es de interés público y un tema de seguridad nacional. La vida de millones de personas depende de las decisiones del mandatario. Y, por lo tanto, deja de ser un asunto meramente privado entre el paciente y su doctor. El reciente contagio de COVID del presidente Andrés Manuel López Obrador, y el incidente de “desmayo transitorio” que sufrió – según sus propias palabras – es un asunto legítimo y necesario de cobertura periodística. Pero hay que tratarlo con cuidado, sin especulaciones y con total apego a los datos. Cuando hay vacío de información, debemos responder con más periodismo.

Fue una tranquilidad ver al presidente López Obrador el miércoles, en un largo video en Twitter, diciendo que “estoy bien”. Luego vinieron los detalles que su equipo, en días anteriores, no había dado o incluso había ocultado. AMLO reconoció que se contagió de coronavirus – por tercera vez – y “se me complicó porque me fui a una gira muy intensa” al sur del país. También contó cómo en Mérida “se me bajó de repente la presión y estando en una reunión… pues como que me quedé dormido; fue una especie de váguido, hablando coloquialmente”.

Esta versión contradice la que dos días antes había dado su secretario de gobernación, Adán Augusto López Hernández, quien dijo que “no hubo ningún desvanecimiento”. (Según el diccionario de la Real Academia Española “váguido” es un “desvanecimiento”). Además, el presidente tuvo que suspender su gira y sí fue necesario un operativo especial para trasladarlo a la Ciudad de México.

Con los antecedentes médicos de AMLO, de 69 años y quien sufrió un infarto en el 2013, cualquier cambio en su salud es noticia. En esta época de las benditas redes sociales y donde casi todo queda grabado en un celular, es inútil ocultar información y menos cuando se trata de un presidente. Lejos de hacerle un bien al país o de proteger al jefe, se genera un ambiente de confusión y desinformación. Y se pierde la confianza en los funcionarios que no dijeron la verdad. ¿Quién les va a creer la próxima vez?

Cuando un candidato decide lanzarse a la presidencia, parte del trato es hacer público muchas cosas privadas, incluyendo aspectos importantes de su salud. Y esto nos lleva a la campaña por la presidencia en Estados Unidos que posiblemente enfrentará a dos políticos mayores de edad. Sin duda, el tema de su salud mental y física será central.

El presidente Joe Biden – quien esta semana anunció su intención de ser reelegido – tiene 80 años de edad y, si ganara, terminaría su segundo mandato con 86 años. Y Donald Trump, el favorito entre los candidatos Republicanos, tiene actualmente 76 años y tendría 82 al finalizar un segundo período en la Casa Blanca.

Si Biden y Trump se enfrentan en las elecciones del 5 de noviembre del 2024 sería la gran revancha. Trump sigue insistiendo, falsamente, que él ganó las pasadas elecciones del 2020. Esa es la gran mentira. Ya veremos si todas las acusaciones contra Trump afectan su popularidad entre los Republicanos. Por ahora es el primer expresidente estadounidense en enfrentar cargos criminales. Y hay varias investigaciones pendientes.

Pero las votaciones del 2024 serán muy distintas a las del 2020, que se realizaron en medio de la pandemia. Estas requerirán una mayor presencia de los candidatos en todo el país y pondrán a prueba su energía y su claridad mental. Además, habrá que ver si la presidencia ha desgastado a Biden y a los más de 81 millones de votantes que lo apoyaron en 2020.

Y mientras estos (casi) octogenarios se disputan el poder, Estados Unidos está listo para un cambio generacional. Una reciente encuesta de NBC dice que la mayoría de los estadounidenses no quiere ni a Biden ni a Trump como candidatos presidenciales en 2024. De hecho, entre quienes no desean a Biden como candidato, un 48 por ciento cita su edad como la razón principal de su rechazo.

En esta precampaña electoral en Estados Unidos hay mucho edadismo. Hay una clara discriminación contra Biden y contra Trump simplemente por su edad, no por sus posiciones políticas. Y aunque la ciencia nos ha dado a todos más años – y la expectativa de vida es considerablemente más alta que hace un siglo – hay enormes prejuicios en contra de los “viejos” o mayores de edad.

La escritora Anne Karpf, en su extraordinario libro “How To Age” (Cómo Envejecer), habla de “la idea de envejecer como un privilegio” y de que “envejecer es, de hecho, una bendición.” Sin ocultar las indignidades y complicaciones que vienen con la edad, envejecer es, de muchas maneras, una liberación.

Como quiera que sea, para mí, a los 65 años, envejecer es mucho mejor que la alternativa. Y así tenemos a López Obrador, a Biden y a Trump (entre muchos otros políticos) que siguen presentes, que se resisten a retirarse y que están dispuestos a jugarse los tiempos extras por un ideal.

Pero lo que es inevitable es que cada uno de sus movimientos va a ser registrado y, literalmente, visto con rayos X. Son las reglas del juego. Y siempre es mejor jugar.

 

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