Existen verdades que no permanecen ocultas por mucho tiempo, en especial cuando se habla de salud. Se debe reconocer que en nuestro país la realidad es adversa cuando hablamos sobre accesibilidad a servicios asistenciales, puesto que la mayoría de la población está en constante peligro de no obtener el apoyo de los mismos, lo anterior ocasionado por un financiamiento deficiente o subejercicio de recursos asignados.
La realidad de la mayoría de los departamentos locales o regionales dedicados a la prestación de servicios de salud, en especial los de primero y segundo nivel de atención, están rebasados en sus capacidades y sin embargo tienen el mismo o menor apoyo financiero que recibían en tiempos pretéritos, lo cual merma su capacidad de respuesta teniendo en consideración que son las primeras líneas de defensa y teóricamente son el fundamento de acciones de prevención en salud. Los reportes se encuentran a la vista y además son evidentes en la operación diaria: el incremento presupuestal no es una constante en los sistemas de salud y al contrario, los recortes parecen ser la regla, con las consecuencias en la capacidad operativa relacionada a tecnología, insumos, materiales y recursos humanos.
Este financiamiento deficiente, con carácter ya crónico, ha creado un sistema de salud que no puede, repito, no es capaz de atender las necesidades nacionales y en vez de ser garante de justicia, de manera contraria promueve y es generador de inequidad y riesgo. El ejemplo claro reciente fue la pandemia por COVID-19, en la que aquellos con mayor probabilidad de fallecer o presentar secuelas (con las consecuencias socioeconómicas que esto conlleva) justamente fueron los que de inicio estaban en una realidad de adversidad aumentada.
La falta de un financiamiento robusto genera un sistema débil desde su más íntimo núcleo, volviéndolo lento e incluso incapaz para hacer frente a las amenazas en salud y en especial lo vuelve inoperante cuando se presentan situaciones de urgencia o apremiantes. De igual manera, esta debilidad crónica aumenta la necesidad de creación de “fondos emergentes” o “de rescate” que además de resultar insuficientes, tienen su origen en la merma de fondos asignados para otras tareas que también tienen impacto en la calidad de vida de las poblaciones, es decir, se abre un agujero para tapar otro.
Alrededor del 3% del PIB se asigna a tareas de salud, menos de la mitad que sugiere la comunidad internacional. Y es por eso que no es atrevido decir que en multitud de regiones “todo se hace a medias”: si hay necesidad de estudios, se hacen solamente algunos, si hay requerimiento de medicamentos, se surte solamente una porción, si se requiere una cirugía, se opta por la opción de menor costo o las plantillas de personal sanitario están incompletas, por citar algunos ejemplos.
Los indicadores que son consecuencia directa del financiamiento en salud, han ido deteriorándose con reflejo, por ejemplo, en el aumento de la carencia en acceso a servicios de salud, que pasó del 16% en 2018 a 28.2% en 2020 (lastimándose aún más en periodo de pandemia) y aumentó la proporción de usuarios que, a pesar de contar con afiliación a algún sistema de seguridad social, deben sacar de sus bolsillos para pagar por los servicios de salud.
Por lo anterior, no es necio el insistir que es una responsabilidad de garantía por parte del Estado (y menester de exigencia por las poblaciones) el incrementar de manera sustancial el financiamiento en salud e invertir en la seguridad sanitaria de nuestra nación y atender el origen y fondo de las inequidades generadas por un sistema de salud mal financiado y víctima del subejercicio. Continuaremos hablando de ello, exigiendo lo necesario y aportando lo propio.
Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre