Morena acusa el acecho golpista que padece el Estado mexicano. Tienen razón. Un golpe de Estado ocurre cuando un grupo de personas se apodera ilegalmente del gobierno, justo lo que Morena intenta. Sí, la mayoría eligió a un candidato de ese partido a la Presidencia y concedió mayorías legislativas. Pero ellos no son “el gobierno”, sino una parte de éste.
El diseño de un gobierno es mucho más complejo de lo que los legisladores de Morena parecen -o prefieren- entender. Consiste en tres poderes con funciones distintas y velocidades diferentes. El Legislativo tiene facultades para aprobar o derogar leyes (aunque requiere de súper mayorías para modificar la Constitución). El Poder Ejecutivo es responsable de la gestión cotidiana del Estado y lleva a cabo esas leyes; mientras que el Poder Judicial las interpreta, evalúa y hace respetar. Para que funcione el gobierno, los poderes no se construyen alrededor del partido político de moda en un momento dado. Esa es la lógica de tener una Cámara baja que se renueva constantemente, sí reflejando las tendencias del momento, de un Senado que tiene otra cadencia, y de una Suprema Corte en la cual los nombramientos son transexenales (y vitalicios en algunos países).
La separación de poderes fomenta contrapesos efectivos, y también protege a las minorías. Morena insiste en el absurdo de que los ministros de la Suprema Corte y los consejeros del INE se elijan por voto popular. Sería injusto pedirles a los electores que evalúen la carrera judicial de un posible ministro. En vez de ello, en una democracia representativa eligen a quien hace esa función en su nombre, velando por sus intereses. Es justo ese vital papel de “representar” el que los legisladores de Morena abandonaron. ¿Qué pasaría si sometiéramos a voto popular que todo aquel que tenga casa en Las Lomas la done o que Carlos Salinas sea fusilado? Quizá la mayoría votaría por esas arbitrarias medidas que, evidentemente, van en contra de una minoría (o individuo). Hay decisiones que no le competen al voto popular.
Arreciará el intento descarado de las mayorías por arrasar. Éstas se escudan en narrativas falaces y peligrosas. Los embates contra la Suprema Corte crecen, tachándolos de poder “inferior” al Legislativo electo por voto popular, o repitiendo el tramposo y simplista argumento de que la Corte es “cara”. Imaginemos que los posibles ministros tuvieran que levantar dinero para hacer campañas políticas, haciendo compromisos a cambio de recibirlo. Perderían autonomía y objetividad. Aquí, y en cualquier democracia comparable, los mejores ministros han sido juristas serios y dedicados, con carreras ejemplares, que están lejos de ser políticos carismáticos. ¿Querríamos el equivalente a Cuauhtémoc Blanco en la Corte?
La principal función de la Corte es la de revisar judicialmente al Legislativo que, en efecto, es elegido por el pueblo. En EU, el debate sobre ese rol data de 1803 (Marbury v. Madison).
La Suprema Corte puede ejercerla negándose a aplicar una ley federal o estatal si ésta, a su juicio, viola la Constitución. En el Federalista Número 78, Alexander Hamilton definió expresamente el papel de los jueces como cuerpo intermediario entre el pueblo y los legisladores.
Al invalidar el Plan B, la Corte señaló que los legisladores de Morena están obligados a respetar el marco jurídico existente, y éste incluye al reglamento y a la ley orgánica que rigen el funcionamiento de las Cámaras. La Corte le recordó al Legislativo su obligación de deliberar, discutir y analizar una iniciativa de ley antes de aprobarla. No lo hicieron. Son los legisladores de Morena quienes no hacen la función que la ley exige. Están ahí para proteger los intereses de quienes votaron por ellos y no para ser el tapete del Presidente, validando sus ocurrencias sin chistar.
La Corte cumplió con creces, pero eso no la eximirá del artero ataque instigado por un Presidente que día a día reafirma su perfil autoritario, su rechazo a la separación de poderes y su alergia a los contrapesos. Son él y los legisladores de Morena quienes vulneran al Estado. Son, sin duda, “golpistas”.