Por Jeremías Ramírez Vasillas.
A casi un año de la partida del escritor, recordamos al escritor Jeremías Ramírez Vasillas, con este cuento póstumo dividido en dos partes. Paz en su tumba.
No hay mejor forma de conquistar a una mujer que con una buena serenata, le había dicho su abuelo reiteradamente. El viejo fue un seductor hasta su muerte. Pero Saúl no había tenido necesidad de usar ese método; además, no sabía tocar la guitarra. Tampoco se había sentido intimidado por alguna mujer, por hermosa que fuese… hasta que llegó Claudia.
Oh, Claudia, era una de las empleadas que acababan de contratar en el departamento de relaciones públicas y comunicación. Era muy joven, pero —decían— tenía mucha experiencia. Cuando se la presentaron intentó llamar su atención. Ella lo ignoró. Buscó algunas otras estrategias, pero ella seguía ignorándolo. Tal vez fueron los rechazos los que hicieron que ella se fuera convirtiendo en una obsesión. Finalmente tuvo que aceptar que estaba enamorado de Claudia. Era una experiencia que nunca había sentido, es decir, esa mezcla de euforia y vulnerabilidad e impotencia. Cada que la veía se estremecía con su forma su caminar, su manera de sonreír, de mover su pelo, de su exquisito gusto en sus atuendos. Y hablaba de diversos temas de manera natural y realizaba su trabajo de forma eficiente. E incluso tenía una voz linda. Decían que sabía cantar porque había estudiado canto. En una reunión lo comprobó: tenía una voz hermosísima que acompañaba con un ukulele. ¡Qué mujer! Era imposible que pudiera entablar una plática con ella, aun de aspectos laborales, pues se sentía torpe y sus palabras, elocuentes con otras mujeres, eran como corderos amedrentados por un lobo. Y se llenaba de rabia cuando la veía platicar cariñosamente con algún compañero de trabajo y reír de bromas que le decían y que él calificaba de estúpidas.
Una tarde que regresaba a su casa oyó en un puesto de discos pirata el bolero preferido de su abuelo. En vez de entrar al metro Balderas, se dirigió al mercado de artesanías de la plaza de la Ciudadela donde, le había dicho su abuelo, vendían buenas guitarras.
—Joven, yo le recomiendo esta de palo escrito, es una de las mejores que tengo.
La contempló como quien observa una pintura abstracta por primera vez.
—Oiga su sonido. No joven, esta guitarra es una joya. Sus amigos se la envidarán y ya verá como hará vibrar a las muchachas que lo oigan. Tóquela, sin compromiso. Las guitarras como a las mujeres, hay que sentirlas.
No lo convenció el discurso del vendedor o el sonido, pues aún no entendía de guitarras ni de la delicadeza de sus acabados; sin embargo, podía apreciar que la guitarra era tan hermosa como Claudia. La compró y esa misma tarde buscó a don Cuco, el peluquero, un viejo amigo y compañero de parranda de su abuelo. El viejo don Cuco, como su abuelo, era guitarrista y todas las noches, al final de su jornada, se la pasaba tocando boleros en la entrada de su negocio. Tocaba bien el viejo. Presumía haber trabajado con el trío Los Fantasmas. No formó parte permanente de ellos —le dijo un día su abuelo—, pero participó en algunas de sus grabaciones y los acompañó en varios conciertos y hasta en la tele salió en algunos programas como guitarrista agregado. Cuando don Cuco lo vio llegar con la guitarra le dijo:
—¿Y esa guitarra Leovigildo?
—Qué pasó don Cuco, sólo dígame Leo.
—¿A cómo la vendes?
—No, no la vendo, vengo a que me enseñe.
—De cuándo acá te ha dado por la música.
Leo se ruborizó
—Ah, ya entiendo. Quieres seguir el ejemplo de tu abuelo. Ah, viejo raboverde, cuántas muchachas hermosas conquistó con su guitarra. Y yo no te cuento mis aventuras porque aquí hay demasiadas antenas conectadas a las orejas de mi mujer.
Todos los días, durante un mes, trabajó con don Cuco, pero por más que se esforzaba no había un gran progreso. Él era una tabla, una piedra, un hueso duro de roer. En ese tiempo solo había aprendido a tocar los círculos más sencillos: Do y Sol, y con torpeza. Y odiaba los acordes que llevaban cejillas. [Continuará]