Elegir a los ministros por voto popular no destruirá el sistema judicial, pero es una solución cara y falsa a los complejos problemas del sistema de justicia. El voto no es un remedio mágico para toda enfermedad.

Después de que el presidente López Obrador propuso la elección de los ministros de la Suprema Corte, como en la Constitución de 1857, hemos visto una cascada de opiniones de sus acólitos para defender la misma posición. Los gobernadores morenistas afirmaron en un desplegado: “Respaldamos la propuesta de reforma constitucional del presidente al Poder Judicial, para establecer que las y los ministros sean elegidos por el pueblo mediante voto popular como era en la época juarista, para garantizar que la Corte sea una verdadera representación del pueblo”. La jefa de gobierno Claudia Sheinbaum y el presidente del Senado Alejandro Armenta han repetido también la posición de su jefe.

Es verdad que la Constitución de 1857 disponía la elección de los entonces magistrados, pero en una votación indirecta, en la que quienes elegían eran en realidad los miembros de las juntas distritales. Es el mismo sistema que hoy tenemos, solo que quienes votan son los senadores a propuesta del presidente. Emilio Rabasa, el abogado liberal chiapaneco, escribió en 1912: “La elección popular no es para hacer buenos nombramientos, sino para llevar a los poderes públicos funcionarios que representan la voluntad de las mayorías, y los magistrados no pueden, sin prostituir la justicia, ser representantes de nadie, ni expresar ni seguir voluntad ajena ni propia”. Daniel Cosío Villegas se adhirió a esta opinión y escribió: “La elección popular es un malísimo sistema para designar a los magistrados de la Corte”.

El único país con un sistema nacional para elegir jueces y magistrados es Bolivia, desde la Constitución de 2009; pero, aunque la votación es directa, los candidatos son seleccionados por la Asamblea Legislativa por mayoría de dos terceras partes. En Estados Unidos hay elecciones para jueces en varios estados, muy caras, por cierto, pero no en todos. Las campañas han politizado los procesos; algunos candidatos prometen fallos populares en lugar de aplicar la ley de manera imparcial. Los costos de sus campañas, por otra parte, deben cubrirlos con donaciones de empresas y personas, lo cual genera conflictos de interés. Los jueces federales estadounidenses son nombrados por el presidente, aunque ratificados por el Senado. En Suiza los jueces cantonales son electos por los ciudadanos, pero los federales por el parlamento.

Apenas el 15 de diciembre de 2022 el entonces presidente de la Corte Arturo Zaldívar agradeció a López Obrador su apoyo en la “gran reforma judicial”. Dijo: “En 2019 me comprometí a que cambiaría el poder judicial federal”; teníamos “una justicia elitista”, manchada por corrupción y nepotismo, pero gracias a la reforma “entregamos un poder judicial renovado, íntegro, moderno, profesional y con sentido humano”. AMLO aplaudió de pie las palabras de Zaldívar, pero la confianza se desvaneció pronto: hoy califica a la misma Corte de corrupta y podrida.

Si la “gran reforma judicial” de Zaldívar no logró limpiar el sistema, mucho menos lo hará una elección directa en que los candidatos hagan campaña y prometan fallos populares. Para curar los males del poder judicial, necesitamos que quienes lo conocen a fondo propongan soluciones realistas. Tener más campañas no ayudará en nada. 

Sin leer

“¿Qué era el plan B, en esencia? Bajar los sueldos de los consejeros del INE, que ganan más que el presidente. Si los ministros no cancelaban el plan, ¿cómo quedaban ellos que también ganan más?”. Esto lo dijo AMLO ayer. Los diputados no fueron los únicos que no leyeron las iniciativas de leyes de comunicación y responsabilidades administrativas que la Corte invalidó el 8 de mayo. 

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