“La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes”, así se dirige San Pablo a los corintios (2 Cor. 13, 13). No se trata sólo de un saludo, sino también de poner el fundamento que sustenta la entera vida cristiana, de donde deriva toda verdad, toda gracia y el sentido último de la vida humana. Nuestra fe se sustenta en un solo Dios, que existe en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres personas que unidas de modo perfecto en el amor forman la familia trinitaria.
Se trata, desde luego, de un misterio difícil de entender, pero muy fácil de disfrutar. Un misterio que escapa a la comprensión humana, pero eso no limita nuestra fe, pues los cristianos celebramos no unas verdades teóricas, sino unos hechos de amor que nos dan vida plena.
Esta augusta Trinidad se va revelando poco a poco, primero en el Antiguo Testamento y después, de modo pleno, en Jesús, con el fin de que ya no le busquemos a tientas y para que, conociéndole, vivamos de su ser.
En el Sinaí Dios nos reveló su esencia: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel” (Ex. 34, 4-6). Pero dicha esencia divina se manifestó y se hizo palpable de modo pleno en Jesús. Por eso, se nos dice en el evangelio de San Juan: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4,16). De modo que ahora los hijos de Dios podemos presumir: hemos conocido el amor de Dios, por eso creemos en Él. “… así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida” (Benedicto XVI, Dios es amor, 1). De hecho, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito… en su muerte en la Cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical” (Ibidem, 12). Ahí está la manifestación más profunda de la obra de la Trinidad: Jesús cumple la voluntad del Padre y, así, abre la puerta hasta al último de los pecadores. Lo hace con la fuerza del Espíritu.
“Ves la Trinidad si ves al amor”: El Padre, movido por el amor (Cfr. Jn. 3, 16) “ha enviado el Hijo unigénito al mundo para redimir al hombre. Al morir en la Cruz, Jesús entregó el espíritu (cfr. Jn. 19,30), lo cual era preludio del don del Espíritu Santo que otorgaría después de su resurrección (Cfr. Jn 19, 30)” (Benedicto XVI, Dios es amor, 19).
Pero algo fundamental: la fe en la santísima Trinidad se asume también como tarea. “El amor al prójimo, enraizado en el amor a Dios es una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, en todas sus dimensiones y estructuras… el amor necesita también una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado (Ibidem, 20).
La fe en la Trinidad no se puede apartar de la caridad, pues ésta es el vínculo que une precisamente a las personas de la Santísima Trinidad. Además, la fe sin caridad no da fruto. Y a la vez, la caridad sin fe puede caer en un mero sentimentalismo sujeto a dudas. Fe y amor se necesitan mutuamente, una y otra se muestran el camino (Cfr. Benedicto XVI, Porta Fidei).
Cuando la fe en la Augusta Trinidad no se asume como tarea encarnada en un amor que nos desgasta, nos exige, entonces este misterio queda como un mito más. La Santísima Trinidad es el misterio mismo de Dios, que, como acto de amor, ha sido revelado al hombre. Y el hombre asume este misterio en la medida que es capaz de vivir de ese amor divino y de asumirlo como tarea de vida.
Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, se siente glorificado cuando el creyente hace de la misericordia un estilo de vida.