XI domingo del tiempo ordinario
En el Sinaí, Dios hizo una alianza con el pueblo de Israel: “si escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán mi especial tesoro entre todos los pueblos” (Ex. 19). El pueblo aceptó la propuesta y, en adelante, a pesar de sus infidelidades, ese era su máximo orgullo: “somos propiedad de Dios”. Así lo expresa el salmista: Reconozcamos que “el Señor es Dios, que Él fue quien nos hizo y somos suyos, que somos su pueblo y su rebaño” (Ps. 99).

Esta pertenencia no es una simple cuestión legal o formal, sino una pertenencia que generaba una condición especial, un modo de vida, da una identidad única. El pueblo de Israel había vivido la experiencia de la esclavitud en Egipto y ahora, gracias a la intervención portentosa de Dios, es un pueblo libre. En adelante, vive bajo el cuidado bondadoso de Dios, así lo reconocen y así lo celebran: “Porque el Señor es bueno, bendigámoslo, porque es eterna su misericordia y su fidelidad nunca se acaba” (Ps. 99).

En Cristo ésta alianza de pertenencia toma unas dimensiones de plenitud, pues ahora le pertenecemos a Dios como hijos. No sólo fuimos liberados de una esclavitud legal y de dominio físico, como sucedió en el Antiguo Testamento, cuando el pueblo de Israel fue liberado del poder del Faraón en Egipto. Ahora, la liberación parte del corazón, pues se nos libera del pecado que ata sentimientos, pensamientos y, en general, condiciona nuestro ser. La garantía de esta nueva pertenencia no es nuestra capacidad, sino el mismo Cristo que firma todo con su sangre en la Cruz.

Dice San Pablo: “Y la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores” (Rom. 5). Él habla por nosotros ante el Padre. Y algo más de la nueva pertenencia: no está limitada a un pueblo, queda abierta para todos. Creando así las condiciones para reconstruir la humanidad. En el corazón de Dios cabemos todos y todos podemos ser acreedores de su amor. Ya dejó de ser un privilegio exclusivo de un pueblo.

Bajo esta mirada universal, abierta a todo el mundo, Jesús “dijo a sus discípulos: La cosecha es mucha y los trabajadores pocos.

Rueguen, por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos” (Mt. 9, 37). Si ya hemos dicho que no puede haber una dicha más alta que pertenecerle a Dios, también es cierto que no puede haber una satisfacción más gratificante que trabajar para sumar en su obra, que es el mundo.

Comentando este texto del Evangelio, decía san Juan Crisóstomo que nada hay más frío que un cristiano despreocupado del bien de los demás. Si Jesús dijo que la mies es mucha, podemos agregar: es mucha y muy variada. Al Señor le urgen apóstoles que sepan llevar un sentido de vida sólido a la fábrica, a la universidad, a los profesionistas, a los empresarios, a los políticos, a los pobres, a los ricos, a los migrantes, a los que están solos y a los que tienen hambre, es decir, a toda persona, en cualquier lugar y en toda condición.

Que ni la violencia ni la pobreza ni la ignorancia o ningún otro signo deshumanizante nos limite ante nuestros compromisos frente al mundo, como exigencias de nuestra fe. Hoy que estamos en crisis es cuando menos podemos guardar nuestros talentos, por lo que Jesús nos llama con insistencia: “La mies es mucha, los trabajadores pocos”. No podemos pertenecerle a Dios y vivir bajo la pasividad. Hoy, que el mundo está amenazado por diversas expresiones de la debilidad y maldad humana, es, más que nunca, el tiempo para la Iglesia y para el creyente, para mostrar que el amor de Dios nos hace vivir y nos permite ser fermentos de vida.

La mies es mucha porque hay muchas personas a las que les urge escuchar cosas buenas, y más en este tiempo de crisis; pero también falta quien se dedique a anunciarlas (Cfr. San Gregorio), falta quien las haga palpables, falta quien salga al encuentro del que piensa que la vida ya es así.

“Al ver Jesús a las multitudes, se compadeció de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas” (Mt. 9, 36). Pero no olvidemos algo fundamental: la misericordia no es sólo el obrar de Dios, sino que debe ser, a la vez, el modo de ser de los hijos.

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