Las renuncias de Sergio Aguayo al Comité Electoral Ciudadano del Frente Amplio Opositor y de Germán Martínez Cázares a la contienda presidencial fueron una incómoda bienvenida a los esfuerzos por unir las fuerzas de la oposición. Sin embargo, el propio presidente López Obrador dio legitimidad al proceso con el látigo de su desprecio. Ayer declaró en la mañanera: “Ahora es Claudio X., hijo. Ese es el que va a decidir. Todo lo demás es pura faramalla. Se están poniendo de acuerdo arriba, la oligarquía corrupta y saqueadora, para tener un candidato y regresar por sus fueros. No tienen programa, nada; lo que quieren es seguir robando, porque no tienen llenadera”. 

La oposición es una presencia inevitable en una democracia, ya que la democracia, por definición, debe proteger los derechos de las minorías. Solo las dictaduras borran a las oposiciones. Benjamin Disraeli, el político conservador británico, aseguraba que “Ningún partido puede estar seguro mucho tiempo sin una fuerte oposición”. Walter Lippman, el comentarista estadounidense, argumentaba: “Un buen estadista, como cualquier otro ser humano sensato, siempre aprende más de su oposición que de sus simpatizantes fervientes”. 

El presidente López Obrador está convencido de que la mejor oposición es la que acepta, en las palabras del marqués de Croix, “callar y obedecer”. Por eso carga constantemente contra los opositores, “nuestros enemigos”, y los acusa de perversiones y corrupciones infinitas. Su lenguaje maniqueo, inspirado en las reglas de propaganda de las dictaduras, le ha dado una gran popularidad como presidente, la cual pretende usar para alcanzar una mayoría calificada en el Congreso en 2024 que le permita cambiar la Constitución a discreción. Para asegurar la continuación de su mandato ha lanzado una campaña anticipada de aspirantes a sucederlo, con reglas que él ha fijado para garantizar la unidad, como la prohibición de debatir o de cuestionar las políticas del régimen. Los candidatos compiten por demostrar quién es más fiel a los dictados del Gran Líder. 

La oposición tiene, sin embargo, problemas más profundos. A pesar de que el presidente afirmó ayer que el activista Claudio X. González Guajardo es el señor del gran poder que impondrá al candidato, las divisiones internas son enormes. Sus dos principales partidos, el PRI y el PAN, han sido siempre rivales. Los numerosos aspirantes a la candidatura presidencial representan puntos de vista extraordinariamente dispersos. Los une solo la resistencia a que empiece un nuevo régimen de partido único. 

El sistema de selección del candidato de la oposición es complejo: incluye una recopilación de 150 mil firmas por aspirante, encuestas y una elección primaria. Contrasta con la sencillez de la encuesta de Morena, en la que nadie que no haya sido aprobado por el presidente puede contender.  

El senador Emilio Álvarez Icaza me decía ayer en radio que tanto los partidos como las organizaciones civiles cedieron en sus posiciones originales para lograr un acuerdo que generara consensos. Esto deja insatisfechos a algunos, como Aguayo o Martínez Cázares; pero si el propósito es lograr una candidatura común, los acuerdos son indispensables. 

Al final el problema es que las características que se requieren para ser un buen candidato, como capacidad de comunicación con el pueblo y carisma personal, son muy distintas a las que se necesitan para ser un buen presidente. Sin embargo, la fuerte descalificación del presidente López Obrador es un indicio de que, quizá, la oposición no ha equivocado el rumbo. 

Yo les digo

“En dos o tres días les digo” quién será el candidato de la oposición, dijo ayer AMLO, “y estoy seguro de que no me voy a equivocar”. Tratará seguramente de escoger al más fuerte para concentrar sus ataques. El presidente también participa en esta campaña anticipada. 

 

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