Pocas vidas han recorrido tantas estaciones de la vida pública y de manera tan destacada como la de Porfirio Muñoz Ledo. El libro de sus conversaciones con James Wilkie y Edna Monzón Wilkie es testimonio de ello. El tabique de más de novecientas páginas que se publicó hace unos años recorre, apenas, la mitad de su biografía: de 1933 a 1988. Su infancia, sus estudios universitarios, su participación en el grupo de Medio siglo, su incorporación a la política, su misión diplomática y los primeros pasos de su actividad opositora. Quedan sin explorar en esa autobiografía dialogada sus experiencias parlamentarias, sus recuerdos como dirigente del PRD, su distanciamientos y reencuentros con Cuauhtémoc Cárdenas, sus apuestas por Fox y por López Obrador y, desde luego, su feroz crítica al actual gobierno. Pero ese extraordinario trabajo de historia oral da cuenta de una de las pocas vidas biografiables de nuestro escenario contemporáneo. Personaje inusual que hizo política con pasión y con razón. Un hombre que apreciaba la negociación discreta y paciente y, al mismo tiempo, sabía sacudir a la opinión pública con sus lances y provocaciones. En la nata de la solemnidad reinante sobresalía siempre la chispa, el veneno, el humor y la inteligencia de Muñoz ledo.
La historia contemporánea de México lleva su marca. La encuentro en dos ritmos de extraordinaria importancia: el golpe de sus rupturas y la paciencia de sus negociaciones. Por una parte, Muñoz Ledo marcó el compás de los cambios decisivos del país. Fueron sus rupturas las que indicaron el cambio de las estaciones democráticas del país. Su salida del PRI, junto con Cuauhtémoc Cárdenas, marca el inicio de la transición democrática, la aparición de un nuevo polo político y la propuesta de una izquierda comprometida con las elecciones. Su separación del PRD para apoyar a Fox anuncia el voto útil que ganará la alternancia desde el flanco derecho. Su distanciamiento del lopezobradorismo hizo patente el autoritarismo de quien se imagina autor exclusivo de la democracia. Pero no solamente en sus divorcios políticos se percibe la huella de Muñoz Ledo. También, y sobre todo, debe vérsele como uno de los arquitectos de la institucionalidad democrática de México. Muñoz Ledo fue, seguramente el personaje que más contribuyó al cambio de las reglas del poder para que en el país se abriera a la competencia electoral y se construyera la plataforma del pluripartidismo. Su experiencia política, su cultura, su creatividad fueron decisivas para que México construyera instituciones confiables, para que sus contrapesos se activaran. El parlamentario sabía que la democracia no nacía con la victoria de unos y la derrota de otros. Entendía que la democracia tenía que anclar en reglas, en instituciones abiertas que fueran resultado de una negociación.
Su sueño fue darle a México una nueva constitución, que fuera el emblema de una nueva etapa histórica. Vio, como muchos de su generación, en la ley un símbolo más que una regla. Pero no fue “democracia,” sino “república” la palabra central de su vocabulario. Lo que aparecía una y otra vez en su exuberante elocuencia era la aspiración de un país movido por el decoro cívico y la virtud. Lo dice en alguna página de su conversación con los Wilkie: el centro de mi ambición política ha sido suprimir la cortesanía que anula la dignidad, que sataniza el debate, que impone servidumbre.
En nuestro ámbito, no son muchos los discursos que sobreviven el titular del día siguiente. Porfirio Muñoz Ledo fue autor de discursos antologables. Recuerdo el que pronunció ante el presidente Zedillo en el bautizo de la democracia mexicana. Al inaugurarse la primera Cámara de Diputados con mayoría opositora, el presidente de la asamblea se dirigió al Ejecutivo recordando una fórmula del más antiguo parlamentarismo hispánico para asentar con firmeza la autoridad de un Congreso que conquistaba autonomía: “Nosotros, que cada uno somos tanto como vos y todos juntos valemos más que vos”. Y advertía algo que tiene hoy tanta fuerza como hace un cuarto de siglo: “La obcecación es contraria a la sabiduría y nociva para los quehaceres del Estado, que si bien exigen firmeza, demandan asimismo flexibilidad, imaginación y acatamiento al veredicto electoral. Saber gobernar es también saber escuchar y saber rectificar”.