Hay caricias que tocan mi alma, como si un velo de terciopelo suave recorriera y sanara con su sensación al mismo tiempo, la fuerza de un abrazo invisible, como un beso abarcando las células de mi cuerpo y las hiciera vibrar para después inundarlas de calma. 

Podría ejemplificarlo con mi amado mar, cuando la ola se retira dejando un rastro de espuma blanca y volátil como el encaje más fino. Y yo, criatura conocedora de mi fragilidad, abandonada descansara en sus poderosas manos, que no son  piel, tendones ni huesos, son  mucho más que eso. 

Se unen en mí las sensaciones de mi planeta y del universo entero, indescriptible manifestarlo con palabras que se quedarían muy cortas.

El objeto, está asociado al recuerdo, y  a veces me sorprendo navegando en mares lejanos sin decidirlo, como si fuera presa de una corriente marina que me llevara a las profundidades, y en un instante recorro kilómetros con la velocidad del relámpago.

Porque así es el pensamiento, una enorme cinta que se rebobina a una velocidad asombrosa, retornando mis sensaciones hasta el punto exacto en que esa luz, aceptó mi existencia dándome una función, y yo célula dual, empecé mi caminar implantándome en su vientre.

A veces, no es el recuerdo en mi mente, no se encuentra en el almacén de mis pensamientos que permanece ajeno, es la memoria de mi cuerpo, que añora, ansia y escucha, con unos sentidos que no son los nombrados. 

Hay en mí muchas cosas que no están debidamente identificadas y parecen incomprensibles, ¿pero quién puede entender, o tratar de explicar estas situaciones indescriptibles, quién es el osado que miente al decir que conoce los secretos profundos? 

La memoria de mi piel me lo dice, y yo no le refuto nada, solo me envuelvo presa de esa emoción, y me dejo amar en esa caricia que adormece mis sentidos corriendo silenciosa por mi sangre sin ningún tipo de explicaciones.

Hay miradas que traspasan y aniquilan con el sinsentido del odio, que parecieran desear la muerte, ojos acostumbrados a escudriñar sin piedad, labios que desmenuzan la dignidad ajena como un mendrugo de pan, corazones ensoberbecidos de una grandeza que pregonan con sus vestiduras falsas, como si ahí se encontrara la finalidad y el sentido del vivir. 

Y no sé si alguna vez, hayan sentido o escuchado dentro de sí el incentivo de cruzar el mar y volver a ese primer momento. 

A lo largo de mi vida he atesorado muchas caricias, son sostén y fuente de mi vida, pues aunque invisibles, sólidas como el acero dan sostén a mi vida. No se venden en ningún lugar y se dan como un obsequio preciado. Pero una primera, se quedó resonando en mí, diciendo “Yo soy”. La primera caricia de Dios.

 

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