Demasiado tarde el joven Frustracio se dio cuenta del grave error que al casarse había cometido. El mismísimo día de su boda, al salir de la iglesia, su esposa Frigidia le anunció que harían el amor solamente dos veces en el año: en su aniversario matrimonial y en la fecha del cumpleaños de él, a modo de regalo, para no tener que comprarle uno. “Pero, mujer -se atrevió él a argumentar-. Hay otras fechas que deberíamos solemnizar también: la del estreno de “El mago de Oz” (25 de agosto de 1939); la del triunfo de Joe Louis sobre Max Schmeling en el primer round (22 de junio de 1938); la de la muerte de Lord Byron en Missolonghi, a los 36 años (19 de abril de 1824); la del nacimiento de Javier Solís en Tacubaya, Distrito Federal (1 de septiembre de 1931). Merecedores de recordación son todos esos días, y sería bueno conmemorarlos igualmente celebrando el eterno rito del amor”. “Demasiadas ocasiones son las mencionadas -replicó Frigidia-. ¿Eres acaso un erotómano, un maniático sexual? Recuerda el consejo que da la sabiduría popular para llegar a edad longeva: ‘Come poquito, bebe vinito, y duerme solito'”. No pudo ya responder el tribulado novio, pues en ese momento llegó la mamá de Frigidia, quiero decir la suegra del recién matrimoniado, y sin mediar provocación alguna lo abrazó con inusual cariño en tal manera que la cabeza de Frustracio quedó oprimida entre los abundosos hemisferios de la robusta dama, y eso no solamente lo privó por el momento del preciado don del habla, sino que casi lo asfixió. El calvario de aquel pobre marido no es para describirse. Cada vez que requería de amores a su esposa ella esgrimía un pretexto diferente para negarse a la dación propia del connubio. Ya le dolía la cabeza; ya estaba muy cansada; ya tenía que levantarse muy temprano al día siguiente; ya estaba haciendo el novenario de San Saturio y no podía profanar la devoción. Cualquier otro hombre habría hecho lo que aquel señor a quien su hijo encontró una noche en la casa de mala nota del pueblo. “¡Pero padre! -le reclamó el muchacho, consternado-. ¿Usted aquí?”. “Hijo mío -replicó, humilde, el genitor-. Para lo que cobran estas pobres mujeres ¿qué caso tiene molestar a tu mamá?”. Frustracio, sin embargo, tenía principios que adquirió en el colegio de los tarsicianos, y no se avenía a sedar la natural concupiscencia de la carne en lecho ajeno. Así, el desdichado vivía en perpetua contención, y eso lo hacía andar siempre tenso y encalabrinado. Bien dijo Horacio en una de sus célebres Epístolas: Naturam expellas furca tamen usque recurret. Ya podrás echar fuera a la naturaleza con todas tus fuerzas; aún así ella regresará. Un amigo a quien confió su cuita le aconsejó que se buscara un hobby o entretenimiento. Él escogió la filatelia, pero el hecho de humedecer con la lengua las estampillas para pegarlas en el álbum le traía a la mente imágenes que en vano trataba de apartar de sí. Ningún otro remedio alivió al pobre Frustracio de su infelicidad. Si mis cuatro lectores se topan en la calle con un hombre saturnino, vale decir huraño, sombrío, melancólico, ya sabrán que es Frustracio. No ha logrado sublimar su desengaño; de nada le han servido ni la siquiatría ni la religión. Vaga a veces sin rumbo por la calle, y mira con ojos tristes a las parejas de novios que caminan enlazados por la cintura o se besan en el parque. Lejos de mí la temeraria idea de apesarar a mis cuatro lectores con el relato de la desdicha conyugal del infeliz Frustracio. Sólo quiero hacer énfasis en la verdad que contenía aquel letrero que alguna vez miré en el Zoomat, el bello jardín zoológico que en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, fundó un benemérito naturalista, don Miguel Álvarez del Toro. Decía ese letrero: “Dios perdona siempre. Los hombres algunas veces. La naturaleza nunca”. FIN.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *