Villa colocó una maleta que contenía el salario de los trabajadores de la hacienda de Canutillo en el Dodge Brother modelo 1913 con el que había ido a Parral a ver a una de sus mujeres, Manuela Casas.
A unos metros, Juan López Sáenz hizo una señal con el sombrero a los pistoleros que aguardaban en las ventanas de una casa de la calle Gabino Barreda, a solo unos metros. Eran las 7:50 del 20 de julio de 1923.
Solo uno de los tripulantes del coche sobrevivió. Villa recibió 12 impactos. Se ha vuelto famosa la fotografía del coronel Miguel Trillo, secretario particular del Centauro, con la columna rota por las balas y el cuerpo colgando de la portezuela del Dodge.
Este jueves se ha cumplido un siglo de aquello. Se cree que una entrevista concedida al reportero de El Universal, Regino Hernández Llergo, fue la que firmó la sentencia de muerte del caudillo.
No sé si lo que voy a contar ocurrió en realidad.
A fines de septiembre de 1916, el general Lucio Blanco fue sometido a un consejo de guerra en el salón de jurados de la cárcel de Belén. Se le acusaba de traición, desobediencia en campaña y usurpación de funciones. Blanco había omitido las órdenes de su superior jerárquico, Álvaro Obregón, con quien, para colmo de males, había intercambiado fuertes palabras durante la Convención de Aguascalientes.
Se le instruyó un jurado de filiación obregonista. La intención era sentenciarlo a la pena capital. La noche en que culminaba el juicio, el director de El Universal, Félix F. Palavicini, había ido a cenar en compañía de su esposa. Al terminar, se dio una vuelta por el diario y preguntó al jefe de redacción, un señor Quiroz, si finalmente, como se decía, el general Blanco había sido condenado a muerte.
Quiroz empalideció. En las órdenes de trabajo giradas aquel día por el jefe de información, Rafael Pérez Taylor, no había mención alguna sobre el juicio de Blanco. Pérez Taylor “tenía la desgracia de la borrachera” y después de ciertas horas no se contaba con él. Palavicini se puso fúrico y paseó la vista por la redacción desierta.
Ahí estaba solamente el “hueso” del diario, un joven mandadero, batidor de tintas, que acababa de sumarse a la redacción. Se llamaba Regino Hernández Llergo, tabasqueño como Palavicini y exalumno del Colegio Militar: como tal había peleado al servicio de Victoriano Huerta y había evitado el paredón al confesar que solo había cumplido con su obligación como soldado.
Un general de apellido García lo salvó: “Algo le veo. Algo grande tiene”, dijo. Aquella corazonada, escribiría más tarde un discípulo de Hernández, el hoy olvidado Roberto Blanco Moheno, “guardó para México al mejor de sus grandes periodistas”.
La noche del juicio, Palavicini envió al mandadero a la cárcel de Belén. “Le preguntas a un conserje, a un carcelero, yo qué sé a quién demonios, pero averiguas si a Lucio Blanco lo fusilan o no mañana”.
Regino Hernández entró en la atestada sala de jurados y anotó con un lápiz lo que estaba ocurriendo. El defensor de Blanco era el gran tribuno Jesús Urueta, quien solía tejer con hilo de oro todo cuanto proferían sus labios: hay quien dice que después de Urueta nadie ha vuelto a hablar así en México.
Cuando Hernández Llergo volvió a El Universal, el señor Quiroz le pidió sus notas. Esa noche, en esa redacción, nacía el maestro de una generación inmensa, Luis Spota, Edmundo Valadés, Arturo Sotomayor, Mario Escurdia —y el propio Blanco Moheno, que a “tuerto o derecho” cubrió medio siglo de vida periodística en México.
Hernández Llergo tecleó un mazo de cuartillas que dejó a sus jefes boquiabiertos. Había en estas un conglomerado de emociones, de sorpresa, de suspenso. Estaba ahí el germen de un maestro de lo que entonces buscaban los diarios: el sensacionalismo. Alguien capaz de levantar “monumentos de belleza y emoción” cada vez que se sentara ante una máquina.
Hernández contó que su paso por El Universal fue meteórico. Se volvió estrella de un periódico de estrellas, y pronto fue ascendido a jefe de redacción. A fines de mayo de 1922 fue enviado a Parral para buscar una entrevista con el “Centauro del Norte”, que dos años antes había dejado las armas y recibido del gobierno, a cambio, una hacienda en ruinas.
En la prensa corrían versiones de que Villa había declarado en contra de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, y peor aún, que tenía pensado postularse a la gubernatura de Durango.
No era fácil acercarse a Villa. Las historias sobre asesinatos a sangre fría ordenados y cometidos por él poblaban los diarios de la capital. Martín Luis Guzmán lo describiría como un animal impredecible y violento, “una fiera en cubil”.
Hernández Llergo tenía, sin embargo, sus propias armas. Según Blanco Moheno su truco consistía en guardar silencio y mirar de frente, “como poseyendo toda la verdad del interlocutor, aunque no supiera nada”.
Villa se dejó entrevistar. Pasaron una semana juntos. Y aunque la condición era no hablar de política, el propio “Centauro” se fue de la boca: habló de los “políticos de petate”, criticó el radicalismo de Calles, dijo que el día en que él se lanzara a la lucha, “¡uh, señor!… ¡los aplastaría!”, y aseguró que podría movilizar a 40 mil soldados en 40 minutos…
Desde hace un siglo se cree que esta entrevista decidió el destino del “Centauro” en un tiempo en el que más de 50 generales fueron asesinados. En los días en que se publicó, Lucio Blanco acababa de morir ahogado en el Río Bravo: enviado al destierro en Texas, conspiró para alzarse en armas contra Obregón y vengar el asesinato de Carranza. Lo traicionaron a orillas del Bravo: él se lanzó al agua esposado a su captor, el coronel Aurelio Martínez, y el peso del cuerpo de este le impidió nadar.
Días más tarde apareció el reportaje que encendió señales de alarma entre los sonorenses: la entrevista que consagró a Hernández Llergo como el gran periodista de México.
La historia, que Regino solía contar, sería perfecta a no ser por un detalle. Cuando Blanco fue juzgado, no existía El Universal. Su primer número apareció tres días después de la conclusión del juicio.