“¡Cuidado, don Leovi…!”, le gritó Epitacio a mi abuelo, segundos antes de sentir que la camioneta atropellara algo que no alcancé a ver. Sentí cómo rebotábamos dos veces, mi perro Chihuahua chilló, de inmediato escuchamos unos alaridos agudos y escalofriantes, como nunca en mis once años había oído. Los cuatro bajamos de la camioneta tan rápido como nos fue posible, yo con el perro en los brazos y vimos a un gran cerdo negro y peludo que estaba sobre un costado, revolcándose en círculos, escupiendo sangre, hasta que dejó de gritar y se quedó con la mirada fija en la nada.
Mi abuelo era comerciante, y proveía a las comunidades indígenas variados productos que importaba: molinos para maíz, básculas, aperos de labranza, motosierras, semillas, bombas para agua, entre muchísimos otros. Cuando no tenía escuela, me gustaba acompañarlo a sus diligencias, ya fuera para entregar mercancía, cobrar deudas o recoger la mercancía de aquellos que no cumplían los plazos acordados. Él tenía sangre española, pues sus antepasados eran de ese país, pero mi abuela era mexicana. Le gustaba tener productos modernos y exclusivos, pagaba al contado y cuidaba su inversión. En la zona nadie competía con él, pues sus competidores no tenían los contactos adecuados.
Cuando los indígenas de los pueblos cercanos se enteraron de los productos, empezaron a comprarle. Algunos al contado, otros a crédito. Como todo negocio que fía, algunas veces le dejaban de pagar, pero él iba a las casas de los deudores, les exigía el pago y cuando no veía voluntad de pagar, recogía el producto, a veces con pistola en mano cuando no se lo querían devolver. Esto le dio buena y mala fama, pues los que no tenían intención de pagar, al final le pagaban, o perdían lo que no era de ellos y eso generaba resentimiento.
Volviendo a lo del puerco, no habían transcurrido cinco minutos cuando se acercó un grupo de personas por el camino comunal, la tarde ya empezaba a perder su claridad, los maizales se mecían al ritmo del viento. El más anciano del grupo, con machete en mano, increpó a mi abuelo: “¡Pagas puercu o ching… madri!”. Epitacio, que era el trabajador de más antigüedad, le dijo a mi abuelo que tendría que pagar el marrano. Mi mirada iba de un interlocutor a otro, por lo que me fijé en el rostro de mi abuelo, que era quien tenía el turno de responder. “Claro que te voy a pagar el cochino, Paciano, ¿o crees que soy sinvergüenza como tú?”, dijo dirigiéndose al que exigía el pago, por lo que deduje que se conocían. El grupo se había hecho más numeroso, ahora había algunos perros grandes, color hiena, que estaban a la expectativa, como todos. Mi perro, al ver a los otros canes, se puso a ladrar como loco, luchando porque lo soltara, así que decidí dejarlo en la cabina.
“¿Cuánto quieres por el animal?, dame un precio justo para terminar con esto”. Paciano, junto con tres o cuatro hombres, se alejaron un poco. Yo solo escuchaba “Ishki Arushkis, najti arash kutzkea, …shesh pikuareshtin, Kúchi kerí”. Siguieron consultándose, hasta que Paciano le dijo una cifra en un idioma que no entendí. “Me parece mucho, pero no tengo ganas de alegar.” Mi abuelo le pagó, se esperó a que contaran los billetes, luego llegó una mujer vieja y desdentada, que le dijo algo a Paciano. Éste, volviéndose otra vez a mi abuelo, dijo: “Lo sientu muchu, Menegildu, te va a faltar dineru”, dijo mirándolo con ojos inexpresivos y sin pestañear. “Ora por qué, ¿no tienen palabra?”, contestó mi abuelo con el rostro congestionado. “Mira, lo qui pasa es qui es una puerca, y está cargada, o sea qui vas a pagar tamén por lus hijus” Mi abuelo apretó puños y dientes, desorbitando los ojos, sacó más dinero y se los aventó al suelo. La vieja los recogió con avidez y se alejó de ahí. Luego, mi abuelo le pidió a Epitacio que lo ayudara a cargar la puerca a la camioneta.
“No, no no, esu no. Kúchi aquí si queda, lo vamus a entierrar”, dijo Paciano riéndose, junto con todos los demás. Me di cuenta que tenían rostros cenizos y muy parecidos entre sí, la piel se les veía sucia, como la ropa gris y el pelo, sus ojos eran negros y medio estirados, olían a leña quemada. “Pero ya te lo pagué”, dijo mi abuelo, su rostro empezaba a ponerse colorado. Más hombres empezaron a sacar sus machetes y en ese momento, Epitacio huyó despavorido. Solo lo oí gritar algo así como: “…no les puedo prestar ayuda…”. Eso hizo que las risas volvieran a sonar con más fuerza. Paciano se acercó intimidante a mi abuelo, “Mira, Menegildu, aquí mandu yo, si digu que no ti lu llevas es porqui no ti lu vas a llevar”, luego, poniéndose en medio del camino, se abrió la bragueta y empezó a orinar, meneándose de un lado a otro, blandiendo el machete y sin dejar de reír, “Aquí mandu solu yoooo”, gritaba el indio ladino.
Ya que terminó su acción urinaria, mi abuelo se acercó a la ahora supuesta puerca, y también la empezó a orinar: “Mira, re cabrón hijo de tu re cabronsísima y re putisísima madre, este es mi puerco y solo matándome me lo vas a quitar…”. Ahí ya nadie se rio, todos los rostros nos quedamos viendo a Paciano, que había arrancado una brizna de hierba y la estaba masticando. ”Ustedis los españolis, siguin sintiéndosi dueñus de nosotrus, peru están muuuuuy equivocadus, con nuestru pueblu nunca pudierun hacer nada. Mira lo qui va a pasar pues: Ya que ti matemus, vamos a esconder tu camioneta y si vieni la polecía, nos vamus a hacer pendejus. Y a esti chiquillu” dijo viéndome despectivamente y apuntándome con su sucio dedo, “no lo vamus a cog… y luegu lo vamus a vender, o no lu vamos a tragar o a ver qué ching… hacemus, ¿entendisti ahora sí? Yo te aconseju que dejis kuchi y ti larguis rapiditu y no güelvas nunca para siempri…”. De pronto, mi perro saltó por la ventana y empezó a ladrarle a los perros cercanos, un par de esos, como hienas, lo apresaron entre sus hocicos, uno por la cabeza, el otro por los cuartos traseros, y sacudiendo las fauces y caminando hacia atrás, desgarraron a mi perro en dos y se lo empezaron a tragar con desesperación, oí cómo se quebraban sus pequeños huesos. Todo pasó en unos instantes, mi grito lo ahogaron dos disparos de mi abuelo, que con precisión, acabaron con la vida de los canes caníbales.
Acto seguido, apuntó la pistola a la cara del anciano. “Primero te mato, pinche indio culero, apestoso y traicionero”, “Ora vas a pagar los perrus, cabrón”, contestó el otro. Acabando de decir esto, nos cayó una lluvia de pedradas, una de las cuales me dio en la cabeza, vi estrellas, sentí un nudo en el estómago y mi abuelo me cargó y me subió a la camioneta. Empecé a sentir la sangre caliente que se escurría por mi frente hacia mis párpados, yo me preocupaba porque le iba a ensuciar el asiento y me iban a regañar mis papás. Las piedras se estrellaban ahora por todas partes del vehículo. “¡Hijos de la chingada, ya taparon con piedras el camino!. Acuéstate hijo, y ponte esto en la cabeza…”, me dijo dándome su chamarra. Oí que echaba varios disparos al aire, por un momento las piedras pararon, pero después volvieron con más fuerza. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí varados, escuchando los golpes, antes de perder el sentido no estuve seguro si soñé que escuchaba una sirena lejana… [Continuará]