XVII domingo del tiempo ordinario
Es ejemplar la petición del rey Salomón: “Te pido que me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal”. Y el mismo rey proclama en el salmo: “Para mí valen más tus enseñanzas que miles de monedas de oro y plata”. A Dios le agradó que Salomón le pidiera Sabiduría, por encima de los bienes materiales, por lo que le responde: “te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes, ni lo habrá después de ti”. El poder, el dinero y cualquier otra herramienta, en manos de un insensato son veneno puro para él mismo y para los demás. En cambio, el sabio, pobre o rico, siempre será una bendición para todos.

La sabiduría y la prudencia que vienen de Dios son tesoros del Reino, de lo cual nos habla Jesús en el evangelio. El sabio entiende que el Reino de los cielos “es el tesoro más valioso”, “la perla más fina”, por lo que vale la pena vender todo con tal de adquirirlo (cfr. Mt. 13, 44-52).

La sabiduría y la prudencia son los tesoros más preciados que han buscado los hombres sensatos de la historia. Decía santo Tomás que “la sabiduría es la perfección más alta de la razón, de la cual es propio conocer el orden” (Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, L. 1, Lec. 1, cap. 1). La sabiduría nos da razón de los principios y las causas de las cosas (Aristóteles, Metafísica 1, 981). De dicha sabiduría, surge el actuar prudente que hace al hombre virtuoso (Epicurío), lo conduce en la recta moral (Atistóteles) y a la verdadera felicidad (Crisipo).

Pero esa sabiduría, tan anhelada por tantos, se vuelve accesible en el evangelio como un don para los humildes. Para el humilde es entendible que desde los principios del Evangelio se puede ordenar todo en la vida.

Los tesoros materiales, si no les damos su lugar y significado justos, nos materializan, nos cosifican, nos atan demasiado. Y las luchas por tenerlos hacen que el hombre se enfrente constantemente contra el hombre. Los tesoros materiales tienen un límite y un precio, mientras el ser humano no puede ser encerrado en esos límites de la materia y del tiempo, ni subastarse en un precio.

Desde lo más profundo de su ser, el hombre reclama trascendencia y plenitud, y eso sólo lo puede dar de modo cabal Dios. Por eso, Él es el tesoro más valioso. Pero no lo valoramos de ese modo cuando falta la sabiduría, la recta razón (Tomás de Aquino, S. T. Q. 58, Art. 4).

“Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y la muerte son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a la felicidad eterna, son cosas buenas y deseables; de lo contrario, son malas y aborrecibles” (Roberto Belarmino).

Una fe que, por una parte, nos da la convicción de que existe Dios y de que nos ama, pero que, en la práctica, no permite que Dios influya en nuestra vida, termina siendo una fe que no nos lleva a apreciar la sabiduría divina, que no nos enseña a vivir. “La penitencia borra los pecados, pero la sabiduría los evita” (S. Ambrosio).

¡Señor, dame tu sabiduría! No pretendo gobernar un pueblo, como Salomón, pero sí necesito gobernar mi vida. Tu misericordia me levanta una y otra vez de mis iniquidades, pero si me das sabiduría podré ofenderte menos y servirte mejor.  

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