El sexenio que soñó en quedarse ocho años empieza a parecer un sexenio de cinco.

Los sexenios del PRI duraban exactamente seis, aunque de hecho empezaban y terminaban meses antes. A partir del destape, el presidente iba perdiendo poder, que ganaba el sucesor, sobre todo desde el triunfo electoral, que legitimaba el dedazo. El presidente electo se volvía partícipe de información y decisiones con el saliente.

La doble presidencia terminaba en la toma de posesión, el primero de diciembre, con una ruptura política total. El saliente se retiraba en silencio, sin tratar de influir en lo más mínimo en el nuevo sexenio. El derrumbe de su poder político era doloroso, pero lo aceptaba estoicamente. La patria agradecida le permitía llevarse los ahorros que hubiese hecho, sin cuestionamientos. La impunidad parecía un costo insignificante, frente al beneficio social de la estabilidad del régimen.

Históricamente, el Sistema Político Mexicano sirvió para acabar con la matazón y la rapiña de la Revolución, sustituida por la llamada finalmente Revolución Institucional: el reparto pacífico del queso.

Hay quienes tienen nostalgia del antiguo Sistema. Pero qué le vamos a hacer: quedó atrás. La sociedad mexicana se volvió más moderna que su clase política, y eso no tiene vuelta atrás.

Se han hecho dos intentos fallidos de retorno: En el sexenio de Enrique Peña Nieto (que parecía la revancha del PRI: “¡Que se vayan los ineptos y vuelvan los corruptos!”). Y en el sexenio actual (totalmente retro).

El derrumbe del Sistema empezó por un presidente sordo a las exigencias políticas de una sociedad más desarrollada. La represión de 1968 no fue la respuesta que la sociedad esperaba. Tampoco la demagógica Apertura de Luis Echeverría, su “populismo dadivoso” (como lo bautizó Cosío Villegas en El estilo personal de gobernar) ni su talante mendaz (que se volvió descaro cuando multiplicó sus corcholatas para engañar a todos, muerto de la risa). Tampoco esperaba la decepción que fue la Administración de la Abundancia petrolera del presidente López Portillo. Ni las promesas de Renovación Moral del presidente De la Madrid, para acabar con la corrupción, de una vez por todas.

El presidente López Obrador propuso una Cuarta Transformación histórica de México, y para construirla se lanzó a destruir, sin ton ni son. Al principio, la ostentación de que nada lo detenía favoreció que nadie lo detuviera. Su denuedo destructor parecía incontenible, hasta que aparecieron valientes que le marcaron el alto.

La adhesión a su liderazgo, a principios del sexenio, era casi total: más del 80%. Pero no era monolítica. Sumaba adhesiones con muy distintos motivos. De unos, por fe ciega en él; de otros, por razones ideológicas; o por resignación ante lo inevitable, miedo, interés o ánimo acomodaticio.

No todas las adhesiones perduran pase lo que pase, ni todas soportan lo mismo. El incumplimiento de promesas sobre seguridad, corrupción, pobreza, salud, fue provocando bajas.

El poder arrollador empezó a topar con pared en esto y en aquello; en cosas pequeñas, medianas o tan grandes y visibles como el fracaso en imponer una presidenta sumisa en la Suprema Corte.

Tan pública impotencia multiplicó los topes a su poder arrollador. Más aún porque fue en el quinto año del sexenio, que en otros tiempos era el Año del Señor Presidente: el de su máximo poder, antes del derrumbe.

El primero de diciembre de 2021, a mitad del sexenio, el presidente organizó una “fiesta cívica” de celebración masiva en el Zócalo; durante la cual levantó el brazo a Claudia Sheinbaum, mientras los acarreados coreaban: “¡Presidenta!” “¡Presidenta!” Se interpretó como un destape, difícil de explicar, por prematuro. Como si temiera que más tarde no sería fácil imponerlo. Como debilidad. La anticipación del destape adelantó el derrumbe.

El destape no tuvo la adhesión que esperaba. Recurrió, entonces, a multiplicar sus corcholatas. Tampoco funcionó. Peor aún: las corcholatas empezaron a promoverse, fuera de su control. Y cuando, de la nada, apareció una adhesión arrolladora a Xóchitl Gálvez, se asustó y empezó a atacarla como si se le hubiese aparecido el diablo. Fue contraproducente. 

En las elecciones de 2000, 2012 y 2018 los votantes optaron por la alternancia. Es posible que lo hagan de nuevo en 2024.

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