Hace unos días, al participar en un evento internacional, la ministra presidenta de la Suprema Corte habló sobre las amenazas a la independencia judicial. No hablaba solamente de México, sino de un fenómeno que se sentía en buena parte del mundo. Los jueces han sido colocados por distintos regímenes como el enemigo al que hay que someter. Lo vemos en Europa, en América Latina; en gobiernos de derecha y de izquierda. Para los populismos de cualquier signo, los tribunales independientes son un estorbo que hay que eliminar o doblegar. Decía la ministra Piña en Nueva York que en muchos espacios se difunde la idea de que los tribunales constitucionales deben reducirse a replicar la voluntad política bajo el criterio exclusivo de la mayoría.
Lo que se vive en Israel en estos momentos es muestra de esa hostilidad hacia los tribunales que pone en riesgo a la democracia y, quizá, a la propia identidad de una nación. El país ha vivido todo el año bajo la tensión de una reforma que tiene como propósito desmantelar al judicial como entidad independiente y políticamente relevante. Desde enero, se han vivido protestas intensas y constantes en las principales ciudades de Israel.
El año pasado el conservadurismo de Netanyahu ganó una mayoría sólida, construida en alianza con las fuerzas nacionalistas y ortodoxas. Se formó, de esa manera, el gobierno más conservador en la historia de Israel. Tan pronto se constituyó el gobierno, se propuso una reforma judicial que reharía la política israelí. Una reforma cuya implicación es la destrucción de la rama judicial como poder. La reforma judicial da dos golpes al árbitro. El primero le da más poder al gobierno para nombrar jueces. El segundo amputa la facultad de revisar la razonabilidad de las decisiones del gobierno. A pesar de no tener una constitución escrita, Israel había concedido a su Tribunal Supremo, la facultad de anular decisiones del gobierno que no pasaran una prueba de “razonabilidad.” Se trata de un mecanismo de revisión judicial que permitía al último tribunal del país revocar decisiones gubernamentales que no fueran consideradas jurídicamente razonables.
La reforma fue discutida durante meses. Fue aprobada el pasado lunes. Al día siguiente, los cinco principales diarios del país se unificaron en la misma portada en negro y un titular idéntico. “Un día negro para la democracia israelí.” Sus críticos la ven como una estocada mortal al mecanismo de pesos y contrapesos. Sin revisión judicial, piensan los manifestantes que protestan semana tras semana, no hay límite a la arbitrariedad que se escuda en la voluntad de la mayoría. El ministro de defensa se unió a las críticas y advirtió que la reforma ponía en riesgo la seguridad del país,. La unidad de las fuerzas armadas está en riesgo con un cambio tan profundo que no solamente altera el funcionamiento de las instituciones políticas sino que modifica el sentido del acuerdo nacional. Tras la aprobación de la reforma, un número de reservistas han declarado, en protesta, una suspensión de su servicio militar. Una legislación que permite la arbitrariedad del gobierno pone en riesgo la seguridad del Estado y provoca una pérdida de confianza de los ciudadanos en su gobierno y en su ejército.
Los defensores de este golpe al poder judicial emplean argumentos que nos son, tristemente, familiares. Se trata, dicen, de democratizar al poder judicial. Reforzar el carácter político del nombramiento de los jueces los acerca a la gente. Limitar los poderes del tribunal supremo fortalece la soberanía popular. Las decisiones deben tomarlas quienes han recibido el voto de la ciudadanía, no un grupo pequeño de abogados por el que nadie votó. No es democrático que personas que no han ganado una elección popular nos digan qué es aceptable y qué no lo es.
La ultraderecha israelí levanta el mismo argumento que escuchamos aquí. La democracia no tolera estorbos. Que la mayoría decida y que los jueces callen. Eso dicen los populistas de todas partes y de todas las banderas al defender una democracia elemental, una democracia que defiende el poder de la mayoría y desprecia los derechos de cada uno. El diario liberal Haaretz, parodiando al Washington Post ha adoptado un nuevo lema: “La democracia también puede morir a plena luz del día”.