El libro de Jean-Paul Sartre “Plaidoyer pour les intellectuels“ (tr. Defensa de los intelectuales) está basado en una serie de conferencias que Sartre impartió en Tokio y Kioto en Japón en septiembre y octubre de 1965.
Como muchos libros del autor, es de una extraordinaria lucidez. El título del presente artículo corresponde al de la primera conferencia impartida. Allí encontramos el siguiente párrafo (en mi traducción del original en francés): “Originalmente, el conjunto de intelectuales se muestra como una diversidad de personas que han adquirido cierta notoriedad por trabajos notables (en ciencias exactas, aplicadas, médicas, literatura, etc.) y que abusan de esta notoriedad para salir de su dominio de especialidad y criticar a la sociedad…”.
La palabra subrayada así aparece en el original. En seguida Sartre proporciona un ejemplo de esta concepción de intelectual aplicado al caso de especialistas que trabajan en fisión atómica para el desarrollo de armas nucleares. Subrayando que, si estos especialistas preocupados por las consecuencias de la potencia destructiva de estas armas se reúnen y firman un manifiesto dirigido a la sociedad advirtiendo sobre el uso de las armas atómicas, entonces en este caso, y solo entonces, ese grupo de especialistas en física nuclear se convierten en intelectuales. Podemos ver que el ejemplo dado por Sartre satisface las dos condiciones necesarias para (de acuerdo a su definición) ser un intelectual, estas son: i) ser un especialista reconocido en un área, y, ii) salir de su dominio de especialidad para comunicar a la sociedad sobre las consecuencias éticas, políticas, morales, sociales, de su trabajo. El físico Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan responsable por el desarrollo de la primera bomba atómica y posteriormente un connotado activista social, claramente cae dentro de lo que Sartre denomina un intelectual. Otros ejemplos notables son Sartre mismo, Bertrand Russell y Albert Einstein, entre muchos otros.
Paradójicamente, la definición de intelectual de Sartre enfrenta dificultades cuando se trata de aplicar a quien es posiblemente el más importante y audaz intelectual de todos los tiempos, Voltaire. Esto debido a que él fue un espíritu realmente enciclopédico, especialista en todo. Ningún desarrollo intelectual de su tiempo le fue ajeno. En un lúcido ensayo Fernando Savater comenta que: “La obra maestra de Voltaire fue la invención del intelectual moderno, un oficio que toma algo del agitador político, bastante del profeta y no poco del director espiritual. Esta criatura sospechosa pero venerada alcanzó la cima de su prestigio hace exactamente 100 años, con el asunto Dreyfus y el “J’accuse” de Emilio Zola; mantuvo luego su apogeo a lo largo de tres cuartas partes del siglo XX, apoyándose en figuras como Romain Rolland, Bertrand Russell y Jean-Paul Sartre”.
Savater señala también que, a diferencia de los primeros racionalistas, Voltaire no pretendía simplemente modificar nuestra comprensión del mundo, ni la conducta individual del sabio en el mundo, sino que quiso enmendar el mundo mismo. Esto nos lleva a recordar la famosa tesis de Marx acerca de que es preciso pasar de la comprensión del mundo a su transformación y en esto se tiene en Voltaire un precedente explícito y admirablemente brioso. Nadie antes se había dado cuenta con tanta nitidez de la fuerza regeneradora que puede ejercerse por medio de las ideas sobre la opaca y rutinaria armazón de la sociedad.