Domingo de la transfiguración de Jesús
“En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con Él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto, aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús” (Mt. 17, 1ss). Se trata de un cuadro muy significativo y revelador, y más si atendemos a las palabras que vienen del cielo, de parte del Padre celestial: “Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.
Para empezar, en todas las religiones, el monte es el lugar de las grandes revelaciones y, desde luego, encierra un ámbito del todo particular para la tradición bíblica. Subir al monte es como un desprenderse de lo cotidiano para poder dar espacio a una nueva comprensión, para atender a Dios que nos habla desde la misma contundencia de la creación y, en algunos casos, nos habla de modo directo, como sucede ahora en la transfiguración y como sucedió con Moisés en el Sinaí. Jesús, mismo, muchas de sus enseñanzas, las hace desde la montaña.
El maestro Platón, en el mito de la caverna, ya hacía énfasis en el hecho de que desde lo cotidiano de la vida vivimos solo en el nivel de la opinión, de lo contingente, de lo finito, en la pequeña burbuja de nuestro entorno y que, por lo tanto, en ese nivel de vida no podemos comprender la realidad de modo cabal. De ahí que el sabio está llamado a desprenderse de lo cotidiano, para colocarse por encima y tener una visión de las cosas no desde la pequeña burbuja de su vida, sino desde una postura donde pueda comprender cada parte desde el todo. Solo así podrá luego orientar a su pueblo.
Y eso es lo que hace precisamente Jesús con tres de sus apóstoles. Les había anunciado el hecho de la Cruz, lo cual fue motivo de escándalo, ya que la Cruz, por sí sola, es signo de derrota y de pecado. Por eso, ahora Jesús quiere que tal hecho no lo aíslen, que entiendan la Cruz en todo un contexto de salvación. El nuevo significado de la Cruz exige ver a Jesús como el enviado de Dios, lo cual Pedro ya ha confesado, al declararle: Tú eres el Mesías, el hijo de Dios. Pero la obra de Jesús también toma su significado desde el antiguo testamento, por eso en la transfiguración aparece conversando con Moisés y Elías, símbolos de la ley y de los profetas, ejes del Antiguo Testamento. También quiere mostrar que su obra tiene pleno cumplimiento en la gloria del Cielo, de ahí la probadita de Cielo que les ofrece al transfigurarse en su presencia. Y, por si algo hacía falta, el Padre, desde lo alto, confirma su voluntad: “Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.
De ese modo, Jesús pone en claro que no hay gloria sin Cruz. Jesús sabe que tiene que morir y que ha de ser precisamente en una Cruz, pues si ésta representaba antes el lugar del más pecador, ahora la convierte en el signo del amor y la esperanza. Por eso, la Cruz, en el Gólgota, es presentada por San Lucas como momento de la Gloria de Dios. Efectivamente, es Gloria por la dicha de cambiar el lugar de la tragedia en un lugar de esperanza. Desde la Cruz resurge la vida nueva.
A Jesús, jamás lo podremos comprender desde su obrar de modo aislado. En él cuentan cada gesto, cada palabra, cada acción y, desde luego, toda su obra toma su máxima profundidad a la luz de un plan de salvación querido por el Padre desde siempre. Pero todo se vuelve incomprensible para nosotros mientras no nos desprendamos un poco de lo cotidiano. Lo cotidiano es algo sagrado, pues ahí realizamos de modo propio nuestra vida, pero su comprensión exige subir de vez en cuando al monte. Explica J. Ratzinger, no es un subir solo físico, como desprendimiento de los ruidos del mundo, sino ante todo un subir espiritual, interior. Es subir ahí a donde a Dios se le facilita hablarnos y nos ayuda a comprender (Cfr. Jesús de Nazaret).
Ojalá nos habituemos a subir al monte, a dar esos espacios de interioridad, donde, dejando por un rato lo cotidiano, podamos estar en exclusiva con Dios. Eso marca una diferencia en la vida, al grado que un día podremos decir como Pedro: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí!”