Una asignatura pendiente para América Latina es lograr condiciones de concordia que se parezcan a las europeas, japonesas o estadounidenses. Se trata de un gran desafío, pues el problema de la violencia en nuestro continente es, desde luego, muy antiguo y existe desde antes de la creación de las naciones existentes.
El infortunio en esta materia es agravado por la continua agregación de fenómenos que tienden a aumentar en lugar de disminuir la inseguridad ciudadana.
Uno de ellos es conspicuo desde al menos el fin de la segunda guerra mundial: el crimen organizado alrededor del tráfico de estupefacientes.
A la manera de un camaleón con esteroides, el mundo del hampa relacionado con el narcotráfico se transforma continuamente y se expande hacia otras latitudes.
En México hemos sido testigos de cómo miembros de estas bandas criminales penetran y capturan incluso las instituciones del Estado en ciertas regiones. Pero su influencia va más allá de nuestras fronteras. La DEA estima que, por ejemplo, los cárteles de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación operan en 50 países y cuentan con 44,800 miembros.
Por todo esto, suena verosímil que el reciente asesinato del candidato presidencial en Ecuador, Fernando Villavicencio, haya sido perpetrado por un grupo local ligado al Cártel de Sinaloa.
El propio Villavicencio expresó poco antes de morir que estaba siendo víctima de acoso por parte de este grupo de criminales. Cómo en un libro de García Márquez, parece haberse tratado de la crónica de una muerte anunciada.
Sin duda, las autoridades de procuración de justicia en Ecuador tendrán que tener como primera línea de investigación la hipótesis sostenida por las declaraciones previas del ejecutado. Este magnicidio seguramente tendrá repercusiones hemisféricas de gran calado e indudablemente estará ya en la agenda de próximas reuniones en el seno de la Organización de Estados Americanos.
En este complejo contexto, preocupa que el Presidente de México, al ser inquirido sobre el asunto, haya desestimado de inmediato la implicación del Cartel de Sinaloa en el asesinato del político ecuatoriano. Ya se ha hecho costumbre que López Obrador justifique acciones delincuenciales de bandas del narcotráfico. En parte lo hace para ilustrar su versión de que en México no hay un problema mayor causado por grupos del crimen organizado. Pero la sospecha de que su gobierno se encuentra en contubernio con estos grupos empieza a estar ya plenamente justificada. Sus acciones y declaraciones son ya demasiado elocuentes.
Sus palabras no tienen solamente una audiencia mexicana, sino también latinoamericana. No sería raro que los comentarios irresponsables del Presidente provoquen una reacción en Ecuador y nuestro país tenga enfrente un nuevo conflicto diplomático, como ya sucedió con Perú.
Es una pena que desde México se pueda estar promoviendo la violencia y la desestabilización en países hermanos de nuestro hemisferio. Esa es otra razón para cambiar de rumbo en 2024.