XIX domingo del tiempo ordinario
“A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua. Los discípulos, al verlo andar sobre el agua, se espantaron, y decían: ¡es un fantasma! Y daban gritos de terror. Pero Jesús les dijo enseguida: tranquilícense, y no teman. Soy yo” (Mt. 14, 22-33). La conclusión de este prodigio permitió un progreso en la fe de los apóstoles, pues el pasaje concluye diciendo que los discípulos se postraron ante Jesús diciendo: “verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”.
De hecho, es uno de los objetivos importantes del evangelio de San Mateo, de modo explícito o implícito, mostrar que Jesús es el Hijo de Dios. Así se muestra en la voz que vino del cielo, en el momento del bautismo, lo encontramos en la narración de las tentaciones, también lo reconocen los espíritus malignos, etc.
Pero el prodigio de hoy, no sólo afirma la filiación divina, sino que, al estilo de las teofanías del Antiguo Testamento, muestra la soberanía de Jesús sobre los mares y, de ese modo, sobre la naturaleza. Por tanto, afirma la naturaleza divina de Jesús, pues está por encima de todo.
Mas, el prodigio de hoy nos abre hacia un elemento más, que se vuelve fundamental en el evangelio: “el poder de la palabra”. “Pedro le dijo: Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti caminando sobre el agua. Jesús le contestó: ven” (Mt. 14, 28.29).
Pedro estaba maravillado y, por eso, le pide a Jesús “mándame ir a ti”. Quiere experimentar los prodigios y milagros portentosos del poder de Dios. Y es, a partir de ahí, que Jesús aprovecha las circunstancias para enseñarnos a llevar una dinámica nueva, la dinámica de la fe. Pedro empezó a caminar sobre las aguas, pero dice el evangelio que en cuanto sintió la fuerza del viento, le entró miedo y comenzó a hundirse.
De eso se vale Jesús para decirle: “hombre de poca fe”. ¿Por qué de poca fe? ¿Porque se hundió en el agua? No únicamente. Poca fe porque antepuso la violencia del agua y del viento a la palabra de Jesús, y, sobretodo, porque sometía su fe a experimentar los prodigios milagrosos de Dios.
Jesús nos muestra con signos y palabra que es el enviado de Dios, el Hijo de Dios. Pero igual nos muestra que el poder de su palabra está, principalmente, en la capacidad de abrir de manera plena el corazón a Dios. Nos enseña que la fe más importante es la apertura total para aprender a caminar con la fuerza y la luz de la Palabra divina. Es la capacidad de caminar con Dios y hacia Dios, no importa que, de momento, los vientos sean contrarios. La fe es caminar hacia Jesús y, desde Él, saber afrontar las adversidades. Pedro comenzó a dudar y comenzó a hundirse.
Cuando los elementos de medición y valoración son solo temporales y materiales, que difícil es entender la presencia de Dios y su significado en todo; es ahí cuando las circunstancias empiezan a dominarnos y nos desenganchamos de Dios. Elías, el hombre de Dios, que huye al desierto porque el rey lo quiere matar, se siente perseguido y abandonado al grado que quisiera mejor morir. Por eso huye al monte Horeb y se refugia en una cueva donde ya no quiere saber nada (cfr. 1 Re. 19, 1- 9). En su pensar, ¿qué seguía? La muerte. Así Pedro, ante la fuerza del viento que sacude las aguas, sintió miedo y se empezó a hundir, por lo que gritó a Jesús: “¡Sálvame, Señor!” Se trata de experiencias de vida que encontramos todos los días, cada vez que perdemos la dimensión divina de la vida y de nuestras tareas. Así sucede cuando los cálculos humanos no salen.
Éstos son importantes, la ciencia y la tecnología nos regalan enormes recursos para hacer más llevadera la vida; pero, cuando nos hacen desprendernos de la dimensión divina de nuestro existir, tarde o temprano nos sorprenden los miedos, las inseguridades y las confusiones. De ahí se derivan enormes vacíos existenciales que lastiman la convivencia, la familia y hasta la vida laboral.
Dios está con nosotros todos los días, pero necesitamos detenernos un poco con humildad para poder reconocerlo.