XX domingo del tiempo ordinario
No a la exclusión, no a la discriminación, no a la indiferencia. Las lecturas de este domingo tocan un tema común: atender e integrar a los extranjeros. En el Antiguo y Nuevo Testamento, éstos representan uno de los sectores más vulnerables y despreciados de la humanidad.
El profeta Isaías, en nombre de Dios, habla al pueblo: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia…”. Pero de esto deben ser también beneficiados los extranjeros (Is. 56, 6-7). El salmo 66, por su parte, proclama el deseo de que todos los pueblos sean partícipes de la bondad de Dios. San Pablo escribe a los romanos y alaba la sensatez de los que antes eran considerados rebeldes, pero, ahora, el camino de la fe les permite una vida nueva; más aún: “Dios ha permitido que todos cayéramos en la rebeldía, para manifestarnos a todos su misericordia” (Rom. 11, 32). Y, como siempre, la cumbre es Cristo, el cual, en el evangelio, alaba la fe de una persona con connotaciones comúnmente discriminatorias: mujer, extranjera y perteneciente a un pueblo que practica otra religión.
Una de las novedades en los slogans políticos y sociales del tiempo actual es el tema de la inclusión, que desde luego es algo a trabajar con firmeza. Mas lo que acá apenas es novedad, para la fe es toda una tradición.
El deseo divino de reconocernos a todos y que, a la vez, nos reconozcamos unos a otros, tiene un fundamento especial: “Todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen… (por lo que) toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por los motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida” (G. S. 29).
Para vencer el mal de la discriminación, por el motivo que sea, Dios nos regaló el mandamiento del amor. El cual, como decía el filósofo Karol Wojtyla, consiste en ejercer la capacidad de compartir la riqueza del propio ser, con los cercanos y con los que no lo son. En palabras del Papa Francisco, es aprender a ser prójimo sin fronteras. Jesús no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros para poder amarlos, sino que nos invita a volvernos cercanos de los que nos necesiten, a hacernos prójimos sin importar si son parte o no del propio círculo de pertenencia (F. T. 80.81).
Dios nos capacitó para que, desde la intimidad de cada corazón, el amor cree vínculos y amplíe la existencia cuando saca a cada persona de sí misma y la abre hacía el otro (cfr. Tomás De Aquino; Karol Wojtyla).
Pero la atención al extranjero y, en general, al marginado, no consiste sólo en aumentar los programas asistencialistas, sino en integrar y ayudar al otro a que crezca y a que sea verdaderamente parte de nosotros. Así, el evangelio nos pone en claro el contenido de una verdadera inclusión, al grado de superar las divisiones en sus expresiones de racismos, discriminación o, como dice el Papa Francisco, la exclusión. Aquella mujer no sólo tenía la adversidad de ser mujer, sino también de ser extranjera y, en consecuencia, profesar una fe diferente. Pero el camino de Cristo fue hacerla crecer, al grado que gana una alabanza del mismo Jesús.
La exclusión social no se supera solo con reconocimientos legales, ni con dádivas asistencialistas, sino dignificando las condiciones y las oportunidades.
Mientras el evangelio promueve la unidad y la inclusión, desde los albores de la post modernidad y hasta nuestros días, cada vez surgen nuevas ideologías que sectorizan la humanidad. La fe, como el proyecto de humanización más profundo y seguro, nos hace vivir de Dios, pero también a crecer como personas y a reconocer al otro, por encima de sus condiciones. Atención: hay marginados también en los centros de las ciudades y en el seno de nuestras familias.
Como hijos de Dios, no podemos dejar de reconocer y promover la grandeza del hombre, hecho a imagen de Dios, lo cual le confiere una dignidad eminente (Cfr. Juan Pablo II. Mensaje a las Naciones Unidas 1984). El valor del ser humano es tan alto, que Cristo para enaltecerlo, entregó su vida por cada uno.