XXI domingo del tiempo ordinario

Jesús sigue haciendo el camino del evangelio: llamó a los apóstoles, enseñó en la montaña, explicó los misterios del Reino y ahora está por iniciar otra etapa de su ministerio, que consiste en emprender el camino hacia Jerusalén, donde culminará su obra. Y es aquí donde pareciera que quiere evaluar qué se ha entendido sobre Él: “¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre?” (Mt. 16, 13); es decir, ¿quién dicen que soy yo? Y viene la segunda pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Pero esa interrogante se abre en el tiempo hasta hoy, para dirigirla a cada uno de nosotros: Para ti, ¿quién soy yo?

La gente, continuamente, se hacía preguntas sobre Jesús: Unos lo hacían con sana sorpresa: ¿Quién es este a quien hasta el viento obedece, que resucita los muertos, que cura los enfermos?, otros para reprobar: ¿Qué no es éste el hijo de María y de José, el carpintero? ¿Quién es éste que se atreve a perdonar los pecados?

Lo cierto es que, para el común de la gente, se trata de un personaje extraordinario, por eso, lo confunden con Juan el Bautista, con Elías, con Jeremías o con algún otro de los grandes profetas, que ha resucitado.

Pero, Simón Pedro va más allá de las perspectivas humanas: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Es el mismo Jesús quien aclara: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos!” A esto apunta la fe, a unir las perspectivas humanas con las divinas. Y esto no es solo obra humana, sino, ante todo, un don de Dios cuando el corazón se vuelve dócil. La razón humana, por sí sola, no da para esto, pero se llega a ello cuando, en un acto de humildad, abrimos el corazón para que sea Dios quien nos ayude a entender. Pedro respondió atendiendo e interpretando los signos y las enseñanzas de Jesús, pero, sobre todo, dando espacio en su corazón a la inspiración divina.

Como enseñaba san Juan Pablo II: “Todos nosotros conocemos ese momento en que no basta hablar de Jesús repitiendo lo que otros han dicho… Los mejores amigos, los seguidores, los testigos, los apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un día dentro de sí la pregunta definitiva: Para ti, ¿quién soy yo?” (Homilía, 1 de julio de 1980). La vida de la Iglesia y el caminar de cada cristiano se fundamentan en la respuesta firme a esa interrogante; en un responder a Jesús desde lo profundo del corazón, como lo hace Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 16).

Sobre esa verdad se fundamenta la Iglesia. Por eso, en consecuencia, viene la elección de Pedro: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Pero también, sobre esa certeza se asume el camino de la Cruz. De ahí que ahora emprende el camino hacia Jerusalén donde dará la vida por nosotros en la Cruz.

El don que Dios le estaba concediendo a Pedro para confesar la identidad de Jesús, como Mesías e Hijo de Dios, era parte de la preparación que el mismo Dios le concedía para recibir otro don: el de atar y desatar: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt. 16, 17-19).

Se trata de un don que se mantiene para siempre: “Quien sea desobediente al vicario de Cristo en la tierra, no participará en el fruto de la sangre del Hijo de Dios” (S. Catalina de Siena, Epistolae 207). El amor al Papa no es una cuestión solo humana, ni siquiera por motivo de su santidad personal, sino por ser sucesor de Pedro, vicario de Cristo en la tierra. Su poder le convierte como decía la misma Santa Catalina de Siena: “en el dulce Cristo en la tierra”.

Que nuestra fe siempre esté firme en Cristo, Hijo de Dios, y que nuestra obediencia y amor al Papa sea siempre fiel, por ser vicario de Cristo en la tierra.
 

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