XXII domingo del tiempo ordinario
La fidelidad a Dios tiene su propio camino, el de la Cruz. Y sólo se puede andar en él cuando se cree y se está profundamente convencido de que eso es lo mejor.
El profeta Jeremías siente el peso y la responsabilidad de hablar al pueblo en nombre de Dios. “He sido el hazme reír de todos; día tras día hablan de mí”. Pero lo mueve una firme convicción: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste” (Jr. 20, 7-9).
Cristo es la encarnación y expresión más alta de la fidelidad a Dios. Dicha fidelidad lo lleva, incluso, a la Cruz. Por eso, hoy toma la firme determinación de anunciar a los apóstoles su decisión de ir a Jerusalén. Les dice que ahí padecerá mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día (Mt. 16, 21-17).
Pero, no sólo eso, también les aclara que este es el camino del seguimiento para todos: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su Cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará”. ¡Cómo le hubiera encantado a Jeremías enterarse de esto! Hubiera entendido, de modo claro y definitivo, lo que implica ser fiel a Dios.
“Pues el que quiera salvar su vida, la perderá”. La vida siempre será insuficiente para agradar a todos. Además, ese camino, tarde o temprano, nos lleva a cargar cruces que no salvan. En cambio, agradar a Dios, es un camino que no siempre es bien visto por los intereses promovidos por el mundo. Es un camino que también nos lleva a la experiencia de la Cruz, pero sí garantiza lo mejor: “el que pierda su vida por mí, la encontrará”.
San Pablo, que ha vivido de todo, nos exhorta a no tener miedo al camino de la fidelidad: ofrézcanse “ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios, porque en eso consiste el verdadero culto. No se dejen transformar por los criterios de este mundo, sino dejen que una nueva manera de pensar los transforme internamente”.
No sólo quien vive lejos de Dios, sino también quien profesa su fe y amor a Dios, continuamente enfrentará la tentación de Pedro: querer mostrarle el camino a Jesús, en vez de adoptar el que él nos propone. La debilidad de Pedro la vemos redimensionada en el tiempo actual, pues el hombre, cuanto más seguro está de conocer y manejar las circunstancias temporales, más se le complica entender los caminos de Dios. La persona que se centra y vive demasiado en las circunstancias laborales, económicas, políticas, lúdicas, etc., corre el riesgo de él mismo irse disolviendo y enajenando en tales circunstancias, al grado de que, muchas veces, sin ser consciente de ello, va degradando su propia identidad (Cfr. L. Romera, El hombre ante el misterio de Dios, Ed. Palabra).
“¡Apártate de mí, satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres! (Mt. 16, 23).” Esta reprensión de Jesús a Pedro no es sólo porque Jesús se sienta traicionado, sino porque a Jesús le preocupa que Pedro, y, todo ser humano, se aferre a construir sólo desde las visiones humanas, confiando más en los alcances humanos y temporales, que en la sabiduría que viene de Dios.
Para que el ser humano sea pleno necesita de lo que le da plenitud, como es el amor de Dios, trazado por Cristo en el Evangelio. Necesitamos detenernos ante su evangelio, contemplarlo con amor, detenernos en sus páginas y leerlo con el corazón. “Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez” (Papa Francisco, E. G. 264).
El camino mostrado a lo largo del Evangelio, el camino de la Cruz, es lo único que responde “a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno” (Papa Francisco, E. G. 265).
¡Señor, tu amor lo llena todo!