El infantilismo es, políticamente, la fase superior del patrimonialismo. El gobierno que padecemos no es solamente el gobierno de un hombre que trata al Estado como si fuera su rancho y a los servidores públicos como sus criados, sino el de un niño que trata al país como si fuera su arenero. La trompetilla y la ley del hielo son los dictados del máximo poder. Se ejerce el mando como arranque de caprichos y berrinches. Esto no es la lógica de capataz atrabiliario, sino la suprema niñería. 

Como escuincle en el jardín de niños, el presidente de la república le retira el saludo a quienes le caen gordos. ¡No le contesten el teléfono a los ministros de la Suprema Corte!, ordenó recientemente Como si el día nacional fuera el baile de sus quinceaños, el presidente decide quién ingresa al palacio que ha convertido en propiedad exclusiva. Y anuncia con orgullo: todos saben que estoy peleado con la niña del otro salón y no la voy a invitar a mi fiesta. La piñata es para mis subordinados y mis favoritos, los señores de las armas.

La conducta del presidente impone tono. Jamás hay que contrariar al caprichoso que gobierna. Se sabe que no procesa bien la frustración y que cualquier reparo, por modesto que sea, puede ser considerado como acto de alta traición. Si se quieren evitar los destrozos que su furia puede causar, hay que llevar la fiesta en paz y darle por su lado. Cualquier papelito que raye con garabatos debe ser tratado como una maravillosa obra de arte. Lo que festeja el régimen es la crudeza de sus juicios. La decisión presidencial no proviene de la atención a las complejidades de todo asunto, no surge del diálogo entre conocedores y representantes. Es un chispazo que aparece de pronto y se vuelve, de inmediato, orden para todo un gobierno. Si hay escasez de medicinas, la solución es… una farmaciotota en el centro del país. Todas, todas las medicinas en una bodega enorme. Nadie de su círculo se atrevería a mostrarle al mimado el absurdo de sus ocurrencias.

El infantilismo es el sello de la política presidencial porque rechaza cualquier responsabilidad. López Obrador es el Inocente, el político que puede acusar a todos de los peores pecados pero que permanece en la pureza absoluta. No importa el efecto de sus decisiones, ni el significado legal de su conducta sino la tranquilidad de su conciencia. Hace unos años, Pascal Bruckner habló de la infantilización de la cultura contemporánea.

Anhelamos la libertad, el capricho irrestricto, los mimos del bebé. Ese individualismo infantil dicta una sola norma: sé fiel a ti mismo. Todos tendrán obligaciones, menos tú. En La tentación de la inocencia, el ensayista francés sostenía que hemos convertido al bebé en modelo de vida. Pensaba, por supuesto, en una ciudadanía que buscaba ser entretenida constantemente, en una sociedad que se llenaba de juguetes desechables, que sentía plena libertad para dar rienda suelta a su capricho. No creo que imaginara entonces que esa persona fuera un gobernante, un hombre que se deleita en sus destrozos, que insulta e intimida desde la cúspide del poder y que exige ser tratado siempre como el centro del universo.

Será por esa infantilización de la supremacía que no puede haber sentido de Estado en la conducción del país. La ley no detiene al impulsivo, la razón no compromete al voluntarioso. El impulso presidencial rige sin obstáculos. Convencido de que la nación es él, el presidente de la república se desprende del hormigón estatal para dar rienda suelta a su capricho. El jefe del Estado mexicano desprecia al Estado. No es irrelevante el atropello de las formas. Hace un par de años invitó a un tirano para celebrar la independencia del país. Miguel Díaz Canel, representante de una ruinosa dictadura totalitaria fue el orador estrella en las fiestas nacionales. Ahora vemos a los soldados de un ejército que ha invadido a una nación soberana desfilar por nuestras calles. Las tropas de un cleptócrata se incorporan al desfile militar sellando una amistad ignominiosa. 

En el ensayo de Bruckner encuentro una cápsula que viene al cuento. Cuando Napoleón escuchó el reclamo de su esposa por una infidelidad, respondió de inmediato: soy quien soy. A cada reclamo contestaré con una respuesta: Yo. Esa es mi único argumento: Yo soy yo. No tengo por qué obedecer las normas de la ley o del trato. Si el antojo es mío es justificación suficiente de cualquier cosa. Esa es la convicción de todo tirano, dice Nietzsche. Estar convencido de que su biografía es la legitimación absoluta.

Gsz

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