Cada cierto tiempo un oficio desaparece por los reajustes de la tecnología. Los telegrafistas que salvaban barcos con un S. O. S. pasaron al olvido junto con los postes que durante décadas adornaron el paisaje.

Otros trabajos, de enorme utilidad, se esfuman por simple incompetencia cultural. Uno de ellos es el de editor de mesa. No me refiero a quien se limita a encontrar erratas en un manuscrito, sino al héroe secreto que convierte un estimulante enredo de palabras en un clásico. El ejemplo canónico es el de Maxwell Perkins, que descubrió a F. Scott Fitzgerald y contribuyó a que Ernest Hemingway decantara su estilo. Su mayor milagro fue soportar al frenético Thomas Wolfe y dedicar horas a transformar un laberinto de borradores en las perdurables páginas de Del tiempo y el río.

Trabajar de ese modo exigía total entrega. Si un novelista decía que la piel verdosa de un personaje se debía a un padecimiento hepático, había que consultar a un especialista. Por desgracia, a medida que las editoriales se convirtieron en consorcios normados por la prisa, se dejó de contratar a quienes discutían la pertinencia de un punto y coma y consideraban que leer a los demás significa mejorarlos.

Uno de los pocos sobrevivientes de esa generosa tarea es Andrés Braithwaite, que oficia en la industria editorial chilena. Puedo dar fe de su talento porque cuidó (nunca la palabra fue más precisa) mi libro de ensayos De eso se trata.

Alejandro Zambra lo ha convertido en protagonista de Un cuento de Navidad, entrañable relato en el que le asigna el descifrable seudónimo de Tightwad. De manera elocuente, el libro ha sido editado por el propio Braithwaite (sus observaciones aparecen como notas de pie de página). La tramoya de la obra está a la vista. Zambra no siempre acata las indicaciones, pero las deja ahí, como un testimonio de lo que pudo ser. Todo texto tiene un desarrollo potencial. Un cuento de Navidad llega a nosotros con sus posibles desvíos.

Zambra conoció a Braithwaite cuando era muy joven y el trato tuvo un sesgo de adopción. Padre de cuatro hijos, el editor aún se daba tiempo de tutelar a alguien más. Dedicado a prevenir accidentes en la prosa, se preocupó de que Zambra no usara casco al viajar en bicicleta. Su vocación paternal se manifestaba en cualquier actividad. Dibujaba bastante bien y decía al respecto: “Los niños te obligan a dibujar. O tú quieres que ellos dibujen y el costo de que ellos dibujen es dibujar tú”. Algo parecido hacía con los autores: los leía para que ellos escribieran.

En algún momento, pensó que a Zambra no le sentaba el bigote. Le aconsejó que se afeitara, extendiendo su trabajo a la edición del rostro.

El alumno perspicaz perfecciona las lecciones recibidas. Zambra no sólo se rasuró; descubrió que se había dejado llevar por algo inútil, el deseo del bigote. La escritura admite el mismo principio: hay que buscar las palabras precisas, no las que corresponden a la ilusión de las palabras.

El joven Zambra disfrutó su aprendizaje, pero también lo padeció. Su editor le exigía demasiado. Además, no le permitía quedarse con los libros que le daba a reseñar para Las Últimas Noticias. La tensión aumentó con un volumen ejemplar. Alejandro escribió sobre 2666, de Roberto Bolaño, y supo que Braithwaite ya tenía esa novela. Pensó que, ahora sí, se quedaría con ella, pero el editor la quería para su hijo. El discípulo se atrevió a protestar y recibió este balde de agua fría: “Tú no eres mi hijo”. La relación paternal se rompió, brindando una severa lección al alumno: ahora tendría que caminar por cuenta propia.

Años después, Zambra volvió a beneficiarse de la amistad y del rigor de Braithwaite (en la nota 46 de Un cuento de Navidad, el editor descubre que a una cita le faltan tres palabras y en la 54 informa en qué meses florecen los aromos).

Zambra recupera la noche en que Braithwaite se queda dormido en su sofá. Fumador compulsivo, ronca como si aspirara un cigarrillo. Mientras tanto, el escritor en ciernes vela el sueño de su maestro. La escena condensa una época.

No hay literaturas solitarias; escribimos gracias a otros. Braithwaite define su oficio como “una compañía que se borra”. El lector no lo percibe, pero está ahí. En tiempos demasiado concretos se prescinde del editor de mesa, el fantasma necesario.

Alejandro Zambra encontró la manera más justa de preservarlo: convertirlo en literatura.

Gsz

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