Él asegura una fecha, con una convicción extrema dice que de cumplirse esta profecía, no llegaremos a navidades. El final está cerca, señala, y con este tema sobre la mesa como un vaticinio fatal, pesado como una loza de mármol, helado como un meteorito sideral, con el corazón aterido de frío, me he puesto a pensar.
No es la primera profecía que escucho, muchas más han pronosticado el final, lo han dicho tantas veces que sería difícil enumerarlas todas. Lo que sí puedo decir es que en cada una de ellas, como hoy, me he sumido en este estado de melancolía errante que recorre mi cuerpo, invadiéndolo de una añoranza profunda, por mi gente y por mi mundo.
Cada cierto tiempo, llega un vocero diferente y nos pone en modo alerta, han venido tantos, que muchos ya no creen nada, y no sólo eso, algunos en vez de alarmarse, traen la burla a flor de labios y desafían abiertamente en sus juegos de palabras nuestra permanencia en el planeta.
Rememoro cuándo fue la primera vez que se instaló en mi corazón esta emoción, y fue en mi infancia. ¿Qué cuantos años tenía yo? Los necesarios para no generarles temor y platicar frente a mí siéndoles indiferente. No hablaban de cataclismos, ni diluvios, más el hecho de verlos asustados y escuchar sus voces dubitativas, me ocasionó un temor indescriptible.
Esa noche se invirtieron los papeles, me levanté de la alfombra y los abrace uno a uno, deseando fundirme como el hierro líquido que tomara la forma de sus corazones temerosos. Y creo que lo logré, porque asombrosamente cambiaron el tema, y mi abuela comenzó a hablar de nimiedades, con esa plática ligera y zalamera, disimulando que no pasaba nada. Hoy, hablando de ellos, me doy cuenta de lo mucho que los echo de menos.
Pero volviendo a la profecía, reconozco que tengo temor, la incertidumbre es un huésped solitario que cada quien alberga a su manera. Yo, con respeto y deseos de unidad, más, como no voy a andar por ahí espantando y sembrando miedo, trataré en la medida de mis posibilidades de dejar una huella grata mientras me sea posible y llegue la fatídica fecha. Ser ese bastión de paz como fueron para mí o yo para ellos, esa noche que quedó marcada como una muesca en mis años lejanos.
Podría enumerar todos mis deseos y vaciarme de buenos comentarios, que no lo haré, sólo diré que contemplaré mi mundo hermoso con más detenimiento, con un agradecimiento profundo, por los soles que se me prestaron a diario y por la luna que transitó cambiante mi cielo.
Llamaré y les diré cuánto los amo, porque hoy es un buen día para abrazar con mis palabras, luego, descansaré bajo el brillo de esas estrellas, que pronostican, ya no brillarán más, pero hoy sí. Y sé que ahí, bajo sus techos, sobre sus almohadas mullidas, antes de caer dormidos, pensarán en mí.
Y puesto que no puedo aseverar que realmente sea el fin, y tampoco estoy en posición de negar los mensajes pues sería una osadía de mi parte, sólo aseguro que de despertar, y eso sí me consta, veré los días venideros con la alegría de a quien se le hubieran regalado ojos nuevos.