En 1897, el irlandés Bram Stoker provocó los deliciosos escalofríos del horror imaginario. A partir de leyendas recopiladas con obsesiva erudición, escribió la novela Drácula, que perfeccionó el arquetipo del vampiro y lo ubicó para siempre en el mapa del espanto.
La trama sólo podía ubicarse en la parte “primitiva” de Europa, donde los hechizos hervían en cualquier fogón. Transilvania brindó el marco ideal para acercarse a lo desconocido. Aunque el ambiente era deliberadamente exótico, Stoker logró conectar de modo próximo con su villano. Los monstruos literarios suelen ser amenazas con las que nadie se identifica. Drácula se aparta de la norma: el pálido conde es apuesto y necesita compañía.
El vampiro no puede verse en el espejo; en cambio, Stoker se refleja en él. Aunque el parecido es inexacto, el novelista se identifica con su creación.
La causa tenía que ser íntima. Stoker descubrió el arte gracias al actor Henry Irving. Lo siguió en cada una de sus funciones hasta que se puso a su servicio. Asumió el cargo nominal de promotor, pero el narcisismo y las exigencias del artista lo convirtieron en su lacayo. Durante años, Stoker vivió en forma vicaria, a través de Irving. Como es de suponerse, esta vampírica existencia no le reportó los beneficios de la vida eterna. En forma compensatoria, inventó a un personaje capaz -él sí- de alimentarse de sangre ajena.
Todo monstruo es lejano. Hay que viajar hasta su guarida. Drácula comienza con el recorrido de Jonathan Harker por los Cárpatos. Debe visitar al conde de Transilvania para un asunto inmobiliario, pero el entorno aparta su mente de los bienes raíces. A bordo de un carruaje, contempla el decorado básico del miedo: un bosque espeso, la niebla, el aullido nocturno de los lobos, “el aliento humeante de los caballos”, la luna “que triunfaba sobre las nubes”.
Curiosamente, al llegar al castillo encuentra a un anfitrión seductor. Aunque el conde tiene la piel sin edad de quien descansa en un ataúd y abre los ojos como un resucitado, es muy amable y ofrece una de las bienvenidas más célebres de la literatura: “¡Entre al castillo por su propia voluntad!”.
¿Qué quiere decir eso? Rodrigo Fresán dedicó un ensayo insuperable al tema: “Drácula, o Apuntes para una teoría del anfitrión y el invitado”. Además de rastrear las influencias, los datos biográficos y las copiosas resonancias de la obra, el autor de Vidas de santos subraya un asunto decisivo: Drácula no invade la vida de los otros; es su huésped; la víctima lo deja entrar: “Es el vampiro quien debe ser invitado a nuestras casas porque, hasta que no lo hemos hecho nosotros, no puede atacarnos en la seguridad del hogar ajeno. Invitar al vampiro equivale a creer en él. Y una vez que le hemos abierto las puertas, estamos perdidos, contagiados. Así, no es el vampiro quien elige a sus víctimas, sino las víctimas quienes, consciente o inconscientemente, eligen al vampiro”, escribe Fresán. Por ello, para triunfar, debe ser atractivo. La moral de la obra es precisa: nos sometemos a lo que nos gusta. De manera cortés, el conde invierte los términos de la hospitalidad: Harker está en “su” casa y puede “recibir” al vampiro.
En la mayor parte de la novela el protagonista no aparece. Con invisible constancia, vigila a los demás. De acuerdo con Stephen King, éste es el mayor logro literario de Stoker y la principal dificultad para adaptar su historia al cine.
Puedo resistirlo todo menos la tentación, dijo Oscar Wilde, quien, por cierto, tuvo una novia que luego se casó con Stoker. Durante más de un siglo, Drácula ha servido para recordar la forma en que los deseos nos esclavizan.
Todo esto nos lleva al vampiro que descansa en nuestro bolsillo. Si los teléfonos celulares sólo se pudieran conseguir en una tumba abandonada serían aún más codiciados. Como el conde de afilados colmillos, se alimentan de nuestros datos, oyen conversaciones, nos acompañan en forma inadvertida y resucitan cuando los reiniciamos. Nada de esto se percibe como una amenaza sino como un beneficio:
“No es el vampiro quien elige a sus víctimas, sino las víctimas quienes, consciente o inconscientemente, eligen al vampiro”.
Las aplicaciones nos reconocen y les confiamos nuestra vida: “¡Hola, Juan!”, dice el sistema operativo. En el código de Transilvania eso significa: “¡Entre al castillo por su propia voluntad!”.
Gsz