La independencia no comienza cuando abandonas la casa de tus padres, sino cuando la abandonan tus hijos. Sin embargo, las razones para vivir en otra parte son más variadas que las posibilidades de hacerlo. En mi caso, la dinámica familiar cambió a causa de un animal silvestre.

Los perros de la casa viven en fantasiosa tensión con otras especies; les ladran a las ardillas y los pájaros que nunca atrapan y celebran coloquios destemplados con los perros vecinos. El gato es un cazador más exitoso; come arañas y otros insectos de su elección, y cada cierto tiempo se apodera de una lagartija sin otro fin que presumir sus habilidades: la deposita ante nosotros con la superioridad de quien despliega un diploma.

La especie más singular vive a medias en la casa. Se trata de un cacomixtle de hermosa cola anillada que circula de noche en la azotea y posiblemente duerme de día en otro sitio.

Sus hábitos solitarios lo convierten en una suerte de vigía del sueño ajeno. Come flores, frutas y las lagartijas que el gato deja maltrechas. De vez en cuando produce un chirrido rítmico para comunicarse con otros cacomixtles, a los que sólo ve para el apareamiento. Los aztecas le dieron el nombre de “medio gato”, pero en realidad parece “medio mapache”. Está y no está con nosotros.

Cuando descubrí que rondaba la casa, recordé un cuento de rigor chejoviano de David Toscana cuyo título es, precisamente, “El cacomixtle”. El protagonista es un cantinero que trata de descubrir qué le pasa a un parroquiano que mira con desconsuelo una foto polaroid.

No es fácil hablar con los desconocidos. El cantinero ensaya varias formas de acercarse a ese cliente hasta que finalmente le dice: “Usted tiene un problema”. “¿Cómo lo sabe?”, contesta el hombre atribulado. El cantinero explica que lleva cuarenta y tres años al frente del negocio. Conoce la naturaleza humana, que no deja de sorprenderlo.

¿Qué historia justifica a esa persona que parece a punto de hacer su última jugada? El protagonista ofrece un tequila de cortesía y logra ver la foto, que, de manera previsible, muestra a una mujer. Con ganas de saber más, dice una frase impulsiva: “A veces los hombres somos como cacomixtles”. Tal vez se dispone a hablar de los hábitos nocturnos y esquivos de esa especie, pero no tiene oportunidad de hacerlo. El otro reacciona como si despertara de un sueño y sale del bar.

¿Qué ha sucedido? La mención del animal propició una conducta extraña. Toscana describe la reacción del cantinero: “Se quedó pensando en el significado de esa frase trunca. Él se acababa de enterar de la existencia de los cacomixtles. No era posible que aquel hombre los conociera al punto de anticipar sus palabras”. Una insondable revelación ha ocurrido en la cantina.

Al recordar este relato pensé en lo que el cacomixtle podría significar para mí. ¿Sería capaz de descifrarlo?

Mi esposa y yo salimos de viaje por unos días. Al volver nos enteramos de que mi hija, que ha vivido con nosotros en los últimos años, estaba en casa de su madre. La razón era irrefutable: no había internet.

Pasé por un laberinto de llamadas a la compañía telefónica hasta que trabé amistad con un ejecutivo. “¿Tienes gatos?”, me preguntó. Le dije que sí, pero añadí, como si defendiera la conducta de un hijo en el colegio, que sólo cazaba lagartijas y jamás mordía cables.

Los técnicos descubrieron que en la parte externa de la casa los cables estaban roídos. El ejecutivo precisó su pregunta: “¿Tienes un cacomixtle?”. “No lo tengo, pero anda por aquí”, contesté.

A los pocos días me mandó un WhatsApp: le había pasado lo mismo en su casa. Resulta que la funda de los cables tiene un sabor dulce. Los cacomixtles son omnívoros y sibaritas: comen hojas por necesidad y hule por placer.

Mientras tanto, mi hija consiguió un trabajo cercano a la casa de su madre y se le dificultó volver con nosotros. Un animal intermedio, ni salvaje ni doméstico, había cambiado la estructura familiar.

Esa tarde me encontré al vecino y le hablé de los cables mordidos y del gusto de los cacomixtles por las cosas dulces. Lo hice pensando en su internet, pero el inconsciente me traicionó: él me había dicho con pesadumbre que su hijo de 35 años nomás no se iba de la casa.

Por la noche lo sorprendí en una actividad extraña. Sostenía un frasco de miel y untaba los cables con un cepillo de dientes.

A veces los hombres somos como cacomixtles.

Gsz

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