¿Qué tan sabrosos somos? A ciertas personas les falta sal y otras estimulan todos los sentidos. El amor es antojadizo.
Nadie lo entendió mejor que Italo Calvino, cuyo centenario se celebra en estos días. Sus reflexiones más fecundas sobre la comida y la pasión ocurrieron precisamente en México. Poco antes de morir, concibió un libro sobre los cinco sentidos que quedaría inconcluso. Por suerte, el texto dedicado al gusto fue ejecutado de modo impecable y dio título al volumen póstumo: Bajo el sol jaguar.
En esa historia el protagonista viaja a Oaxaca en compañía de Olivia, su esposa, y descubre que la cocina vernácula es una intrincada enciclopedia. ¿Es posible captar todos los mensajes de esa sabiduría?
La pareja se hospeda en un hotel que antes fue un convento. En el vestíbulo, un cuadro de la época colonial retrata a un viejo sacerdote y a una monja joven; al pie del lienzo, se cuenta la historia de los personajes, tan cercanos que, cuando él murió, ella enfermó de gravedad y pronto lo alcanzó en el cielo. Una historia de amor entre seres desprovistos de contacto físico.
Ante ese cuadro, Olivia dice: “Quiero comer chiles en nogada”. La frase parece arbitraria, pero adquiere lógica en la mesa. La pareja degusta los complejos manjares que la cocina mexicana les debe a los conventos. Olivia paladea los platillos con el inconfundible gesto del éxtasis; las “notas extremas de los sabores” entran en su cuerpo, activando una partitura sensorial. La peculiar mezcla de lo dulce, lo picante y lo salado, el cromatismo de las salsas y la crujiente delicia del totopo generan para ellos un desconocido hedonismo.
Esa comida ofrece una clave para entender la relación entre el sacerdote y la monja pintados en el vestíbulo. Al ver el deleite con que Olivia come chiles en nogada, el narrador comprende que ingiere un afrodisiaco absoluto. A diferencia de las pócimas que estimulan el erotismo, los guisos mexicanos no son un medio para llegar a un fin, sino un fin en sí mismos. Degustarlos es un placer tan radical que no requiere de nada más: “¿Sientes?”, pregunta Olivia, entrecerrando los ojos.
En ese momento, el narrador podría haber recordado que la excelencia culinaria de los conventos mexicanos llegó al más elevado paladar de la jerarquía eclesiástica. En 1676, el Papa Inocencio XI probó un pipián en almendra hecho por sor Inés de la Purificación, religiosa del convento de Santa Catalina de Siena en la Ciudad de México. Ante esa salsa, el piloto de la barca de san Pedro lanzó un inolvidable elogio en verso: “Beati indiani qui manducar pipiani”.
El relato de Calvino sugiere que las recetas de los conventos permitieron que la gente se amara con sensualidad sin necesidad de tocarse. El propio narrador pasa por algo similar, pues lleva tiempo sin acercarse a la mujer que come ante él en estado de plenitud.
Poco después, la pareja visita el sitio arqueológico de Monte Albán, acompañada por un guía. De las maravillas estéticas pasan al insoslayable tema del sacrificio humano. Queda claro que quienes morían para rendir tributo a los dioses formaban parte de un ritual sagrado. Abiertos en canal, eran presa de los buitres que comían las vísceras y las llevaban al cielo, estableciendo un vínculo con la divinidad. ¿Qué sucedía con el resto del cadáver, ya convertido en carne de Dios?
Olivia adelanta una hipótesis: si el sacrificado era sagrado, su cuerpo no podía desperdiciarse. Mexicano ejemplar, el guía no la apoya ni la contradice. Al volver al hotel, la pareja se encuentra con un amigo, gran conocedor de la cultura prehispánica. Ella aprovecha para interrogarlo acerca de los sacrificios humanos: “lo que los buitres no se llevaban, ¿adónde iba a parar?”.
Con nerviosismo, el amigo acepta la posibilidad de una antropofagia sagrada, que requería de condimentos fuertes para esconder el sabor del prójimo y “celebrar la armonía de los elementos alcanzada a través del sacrificio, una armonía terrible, flameante, incandescente”.
Del afrodisiaco absoluto la pareja ha pasado a la posibilidad de devorar al otro. En la última escena, el narrador advierte que Olivia lo mira con insólito apetito.
La cocina mexicana es tan sabrosa que prepara a las personas para ser comidas.
Acaso por ello, nuestro país tiene el único escudo nacional que representa una gastronomía salvaje: el águila devorando a la serpiente.
Gsz