Enrique agitaba desesperado su pancarta al borde de la carretera rumbo a Acapulco.

“¡Ayúdenos! ¡Cualquier ayuda humanitaria! ¡Para los niños!”, gritaba a todo pulmón, implorando que los autos que pasaban disparados hacia la tragedia en la costa de Guerrero se detuvieran un instante a compartir víveres, o siquiera a escuchar. Habían sido ya tres días desde el horror de aquella madrugada en la que el huracán Otis se había llevado todo, y Enrique intuía que su comunidad comenzaba a tener las horas contadas. Por la mañana, arengó a buena parte de las 50 familias campesinas que viven en un puñado de casas de cartón y lámina en Los Coyotes, a 30 kilómetros de Acapulco: “Si no salimos, nadie nos va a ayudar”. Como un Moisés guerrerense, los guió colina arriba donde, entre todos, trataban de convencer a los automovilistas de detenerse y prestarles un poco de atención.

La tragedia de Los Coyotes es el drama del otro Acapulco, muy lejos de los grandes hoteles de la costera, de los edificios de la zona diamante y de los barrios en las colinas que rodean la bahía, una de las más hermosas del mundo. Si la devastación en el Acapulco urbano ha sido total y el desamparo doloroso, entre el fango en Los Coyotes, la desesperanza es abrumadora.

 

Cada historia se queda en el recuerdo

 

Hasta hace unos días, María de Lourdes vivía con su hijo Eric, de 24 años, en una minúscula casa con paredes de cartón, trozos de plástico y techo de lámina. Dormían juntos en una cama, bajo cobijas que todavía están pagando a plazos. La noche del huracán, el camino de terracería que está a unos metros se convirtió en un río y Eric pensó que el agua se lo llevaría todo. Dice que se echó a su madre a la espalda y corrió para luego luchar, con el agua a la cintura, hasta ponerse a salvo. Confiesa no saber de dónde sacó la fuerza.

Vianey vive cerca con su hija, su nuera y tres nietos pequeños. También vieron crecer el torrente. El viento se llevó el techo de su casa y arrancó las paredes. Aterrados, los niños vieron salir volando algunos de los animales que les daban sustento. Cuando el huracán arreciaba corrieron hasta casa de un vecino donde se refugiaron dentro de un auto minúsculo. Imaginémoslo: 10 personas y un perro dentro de ese automóvil, escuchando el rugido de la tormenta, suplicando que el peso de toda esa gente fuera suficiente para que el carro no se moviera y fuera arrastrado por la corriente. Kimberly, de siete años, le dijo a su madre que no quería morir como había muerto su hermanita años atrás. Su madre le pidió que dejara de llorar y cerrara los ojos. Le prometió que el viento se iría si la niña lograba dormirse. No pudo.

Lourdes vive con su esposo Dionisiano y sus suegros en una vivienda al centro de la comunidad. Hasta antes de la pesadilla, sobrevivía vendiendo papayas de los árboles que había plantado en una pequeña parcela. Por años vio crecer esos árboles, con enorme paciencia. El más generoso estaba dentro de su casa, dando fruta y sombra. Eso no existe más. Hoy, Lourdes recoge una docena de papayas que cayeron al piso y las apila en una mesa: lo único que queda de la única manera que tenía de mantenerse. La vida ya era dura, porque Dionisiano perdió las dos piernas hasta la rodilla por la diabetes hace cuatro años. No puede trabajar. No puede moverse. ¿Qué hará, paralizada y sin sustento?

Más allá de la carretera, la calle de terracería por donde bajó el caudal que por poco se lleva la vida de Lourdes y Eric es la única que conecta Los Coyotes con el resto de las comunidades cercanas a La Venta. El agua la convirtió en un embudo, en un callejón sin salida. Hoy, los escombros no permiten el paso. No hay manera de llegar a la pequeña escuela donde Kimberly y sus primos sueñan con un futuro distinto. Raimundo, un hombre elocuente que describía la escena, comenzó a llorar. Si no hay manera de llegar a la escuela, me dijo, no hay manera de que los niños estudien y si no hay manera de que los niños estudien, tampoco hay porvenir. Si alguien no ayuda a limpiar esa calle de terracería, la gente de Los Coyotes no tendrá salida: “Estamos como perros encerrados, no tenemos para dónde correr”, me dijo Raimundo.

Por lo pronto, las familias en Los Coyotes limpian cada metro de su comunidad. Muy lentamente, tratan de encontrar el saldo de la tragedia. Los niños lamentan que sus cuadernos escolares están empapados, la tinta de sus apuntes convertida en lágrimas bicolores. Los adultos miran las milpas colapsadas, los animales hinchados de muerte, las láminas arrugadas por el viento, como pedazos de papel, los colchones que no se secan. Y pasan los días angustiados, porque no hay pañales, papel de baño, leche, huevo, agua, harina, frijoles, ni mucho menos medicinas que permitan dormir tranquilo en la oscuridad, a pesar de la certeza de que está cerca el aguijón de un alacrán que, en las circunstancias actuales, auguraría una tragedia.

Duermen a la intemperie, porque sus techos se fueron volando y nadie les ha llevado lámina, ni les ha ayudado a reconstruir. Duermen con sus hijos, abrazados, tratando de reencontrar rumbo en la penumbra. Kimberly dice que tiene miedo todas las noches.

Junto a la carretera, la comunidad de Los Coyotes sigue pidiendo ayuda. Ahí sigue estando Enrique, agitando su cartel y pegando gritos. Ahí está Dionisiano, sentado sobre la hierba, los muñones vendados, viendo pasar los autos casi por reflejo. Y ahí están los niños, corriendo de un lado a otro, jalando una resortera, llevando en la mano un pequeño juguete, sonriendo con ese optimismo a veces incomprensible que solo da la infancia.

¿Qué vendrá para Los Coyotes y su gente cuando el lodo se haga polvo? ¿Podrán pagar los mil pesos que les exige el hombre en La Venta, el dueño de sus parcelas que llama cada mes para cobrar, con la promesa de que todos, algún día, podrán ser dueños de un pedacito de tierra mexicana? ¿Podrán los niños volver a la escuela al final del camino de terracería? ¿Reverdecerán los árboles de papaya y los limoneros? ¿Podrán volver a sentirse seguros, ya con un techo sobre la cabeza, con algo de luz corriendo por los cables hoy caídos? ¿Comprenderá alguien realmente la magnitud de la tragedia de este, el otro Acapulco?

Dios quiera que sí.

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