XXXI domingo tiempo ordinario
Dando seguimiento a lo proclamado por el profeta Malaquías, Jesús pone una advertencia muy especial en el evangelio: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo lo que les digan, pero no imiten sus obras…” (Mt. 23, 1). Es un reproche muy directo a los líderes sociales, espirituales y religiosos de aquel tiempo, pero igual vale para los de todos los tiempos.
Los escribas, por profesión, por oficio, eran los estudiosos de la ley de Moisés y tenían una influencia muy alta en la sociedad. Su tarea concreta era instruir a los demás. Por su parte, los fariseos defendían que en la ley y su cumplimiento literal y estricto debía sustentarse el orden de vida religioso y civil. Se sentían puros y, por eso, despreciaban a los demás.
El problema de los dos grupos estaba en que anulaban algo que para Dios es esencial: “el amor al prójimo”. Por eso, el enojo de Jesús, pues, sin el amor, ellos eran infieles en las tareas precisas frente a la comunidad. Ya decía el profeta: “ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley; han anulado la alianza que hice…” Ml. 2.2).
Sin el amor como norma de vida, crece el ego y los deseos de vanagloria, de poder y de dominar a los demás se apoderan del corazón. Así, aun hablando de Dios, terminamos suplantando la voluntad de Dios para brillar nosotros. Corremos el riesgo de actuar en nombre de Dios e, incluso, podemos hacer obras de Dios, pero, en verdad, buscamos deslumbrar nosotros y no hacer viva la presencia de Dios.
¡Qué difícil es darle un valor justo a las obras buenas! Convencidos de que es bueno hacerlas porque valen la pena en sí mismas, sin que debamos recibir reconocimientos por ellas. ¡Qué difícil es actuar de frente a Dios, confiando en que Él sabe lo que hay en lo profundo de nuestro corazón, que Él conoce nuestras buenas intenciones, sin tener que trabajar para tener un reconocimiento del mundo! Sin esta confianza de que Dios ve lo que hay en el corazón, dice el evangelio: “Todo lo hacen para que los vea la gente”. Queremos ser reconocidos como los maestros y doctores.
Jamás olvidemos la enseñanza de Jesús: sólo hay un Maestro y Doctor, que es Cristo. Sólo Él fue capaz de actuar en la plena convicción de buscar el bien por el bien. Sólo Él fue capaz de entender la verdad de las cosas en sí mismas. Sólo hay un Padre, que es celestial, que da vida y amor en plenitud.
Cualquier otro maestro, doctor o padre ejerce esa tarea, no en propiedad o por naturaleza, sino por participación. Y hace válida esa tarea que Dios le confía, sólo en la medida que sea fiel a ella. Todo padre es representante de Dios frente a su familia y hace válida esa participación solo en la medida que genere amor y vida física y espiritual.
¿Esto a qué nos llama? A actuar siempre con humildad, pues solo así facilitamos que sea Dios el que actúe a través de nosotros, evitando un ejercicio soberbio, de engrandecimiento personal, que anule la belleza de Dios. De ahí la importancia de la oración humilde, como la del salmo 130: ¡Señor, consérvame en tu paz!
Para el discípulo de Jesús, la máxima dignidad es el servicio: a mayor servicio prestado, mayor dignidad, y a mayor dignidad, mayor servicio se exige. Porque el mayor entre ustedes debe ser el servidor de todos, ya que “el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23, 12).