En el año 1915, en medio de una revolución que parecía interminable, la situación en León se tornaba cada vez más desalentadora. Las haciendas, sustento de miles de personas, se hallaban al borde de la ruina. Bandas armadas y grupos rebeldes las atacaban constantemente, incluso dentro de la misma ciudad. El dinero en circulación carecía de valor, ya que carecía de respaldo y garantías, siendo que cada facción revolucionaria emitía su propia moneda, cuyo valor se sostenía por la fuerza militar que respaldaba su emisión. Federico Pohls y Rincón Gallardo relata estos hechos en su libro “Añoranzas de León”.

La población era víctima constante de venganzas y crímenes cometidos por seguidores de Carranza y Villa. Fusilaban a personas a las que acusaban de conspirar, sin siquiera indagar contra quién se estaba conspirando. El grito común entre la población era “¡Se vinieron…!”, ya acostumbrada al desorden y al peligro. Las lealtades se dividían entre los seguidores de “¡Viva Villa!” y “¡Viva Carranza!”, en una confusión que resultaba imposible de dilucidar.

Luis Cabrera, inicialmente ideólogo y luego crítico de la Revolución, afirmaba que las revoluciones siempre suponen operaciones sumamente dolorosas para el cuerpo social. Comparaba al cirujano, quien tiene el deber primordial de no cerrar una herida antes de limpiar la gangrena que la infecta. Advertía sobre el riesgo de acobardarse ante la sangre derramada y cerrar precipitadamente la herida, sin haber extirpado el mal que se pretendía erradicar. Si esto ocurría, el sacrificio sería en vano y la historia maldeciría a quienes tomaran esa decisión.

Mientras tanto, Carranza, líder máximo constitucionalista con su base en Veracruz, ordenaba a su principal estratega, el general Álvaro Obregón, reunir sus fuerzas para poner fin al dominio de Villa en el norte y en la región central del País.

Por su parte, Francisco Villa, al mando de la poderosa División del Norte, conversaba a la sombra de un vetusto pirul con su Estado Mayor. En esa charla, dirigida al general Felipe Ángeles, diplomado en Francia y comandante de la temible artillería villista, menospreciaba la capacidad estratégica de Obregón, apodado “El Estratega”, asegurando que no sobreviviría para contar la próxima batalla en el Bajío.

La confrontación se aproximaba: Obregón movilizó sus tropas desde la capital hacia Querétaro, mientras que Villa, impulsivo y visceral, hizo caso omiso a los consejos de Ángeles y se movió hacia el sur desde Monterrey a Irapuato, reuniendo cuarenta mil efectivos. Los dos ejércitos chocaron cerca de Celaya, desencadenando una serie de feroces batallas que se considerarían algunas de las más grandes y encarnizadas en la historia de la Revolución Mexicana. Villa se vio obligado a refugiarse en León, esperando refuerzos desde el norte bajo el mando de Ángeles.

En León, Villa estableció su cuartel en la “Casa de las Monas”, mientras que su Estado Mayor se alojaba en el Hotel Francés, donde la música, los vítores y las risas resonaban constantemente, provenientes de las damas que atendían a los altos mandos militares, disfrutando de estimulantes tragos de coñac. Según el exgobernador Rafael Corrales Ayala, “la Revolución se hizo con coñac, no con tequila”. Zapata bebía coñac, aprendió en la hacienda de los Alatorre, donde sirvió de caballerango. 

El tres de junio, el general Felipe Ángeles lanzó la mayor carga de artillería jamás vista hasta entonces en la época revolucionaria. Esto permitió a Villa romper el cerco obregonista y alcanzar con un obús al general Obregón, desgarrándole el brazo. El encuentro tuvo lugar en la hacienda de Santa Ana del Conde, donde Obregón fue atendido y se le amputó el brazo derecho.

Obregón, quien nunca había sido derrotado en batalla, intentó suicidarse con su pistola, pero fue detenido por el general Benjamín Gil. Mientras tanto, Villa continuaba sus ataques con caballería y artillería y estuvo muy cerca de cambiar el curso de la historia en esta región del Bajío, cuna de la independencia y donde cincuenta años atrás los liberales habían derrotado a los conservadores en Silao.

Reorganizando sus fuerzas, con Benjamín Gil al frente y acompañado por Murguía, Manzo, Diéguez, se lanzaron con furia para desarticular la columna vertebral de la División del Norte: su caballería, liderada por el legendario Rodolfo Fierro, uno de los lugartenientes más confiables de Villa, su pistolero y ejecutor.

Se libraron cruentos combates en lugares como Los Otates, La Luz, Solana, El Resplandor, entre otros. Finalmente, después de treinta y cuatro días de lucha, miedo, hambre y angustia para los habitantes de la ciudad, Francisco Villa fue derrotado definitivamente en León.

Pero hoy en día, surge la pregunta: ¿Fracasó la Revolución, quedó inconclusa o no justificó la muerte de más de un millón de mexicanos? Las palabras de Luis Cabrera retumban en la historia, advirtiendo sobre el peligro de cerrar la herida sin haber erradicado el mal que se pretendía extirpar. Si por miedo se cerraron esa herida, el sacrificio habrá sido en vano y la historia podría maldecir a quienes tomaron esa decisión.

alejandropohls@prodigy.net.mx

 

RAA

 

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