De Casildo Marcos
Soy de un pueblo del estado de Hidalgo donde aún se habla el náhuatl. Na nica ni hehua: yo soy de aquí. Siguapil: niña; Huquixpil: niño; michi: pescado; Att: agua; hett: frijol; chichi: perro. Como ustedes entenderán, San Pedro, municipio de Huazalingo, es un pueblo de bajos recursos económicos, y de niños nos teníamos que adaptar a lo que tuviésemos a la mano. Bueno, recordando de aquellos ayeres, cuando de niño salía a jugar con otros compañeritos y compañeritas a los encantados, a la rueda de san Miguel, a la víbora de la mar o al bote escondido. En especial este juego, con un envase que había contenido algún producto enlatado, le metíamos unas piedritas para que pesar un poco más, y así poder aventarlo lo más lejos posible y el que le tuviera que ir a recogerlo, hiciera más tiempo, así los demás alcanzarían a esconderse y después otro buscaría. Y cuando encontraba a alguien, tenía que sonar el bote y decir el nombre del encontrado: 1, 2, y 3, Juan; o 1, 2 y 3, María, etc.
Cada tarde nos reuníamos a jugar, pero un día que nos reunimos como de costumbre, en lo que nos poníamos de acuerdo para ver quién le tocaba ir por el bote, ¡de pronto! se empezó a oscurecer. El cielo comenzó a ponerse negro, negro. Se miró un relámpago y enseguida un gran trueno ensordecedor. Tal vez por los cerros y montañas los truenos retumbaban más fuerte, haciendo eco en los mismos. Escuchamos el trueno y nos quedamos mirándonos uno a otros. Enseguida vimos otro relámpago. Como sabemos, al ver relámpagos, caen rayos que parten en mitades a los árboles grandes de arriba a abajo, como la ceiba o el cedro, entre otros. Con frecuencia ocurría esto. Me acuerdo que en una ocasión le pregunté a mi abuela porqué los rayos partían a los árboles más grandes. Me contestó, así sin pensarlo, que los ángeles de Dios le disparaban al diablo y éste se escondía en ellos. Así que, cuando mirara un relámpago, no me fuera bajo ningún árbol, porque me podía caer un rayo.
Bueno, volviendo a lo ocurrido; como sabemos que después de un relámpago viene un trueno, y en cuando escuchamos el segundo trueno, todos los reunidos nos echamos a correr gritando: ¡corran, corran! Y todos corrimos rumbo a casa de cada quien. Empezaron a caer unas gototas de agua, que al chocar en nuestras cabezas se sentían como si fueran coscorrones.
Ahora calculo la distancia de la casa al lugar donde jugábamos, 60 metros, aproximadamente. Allí se podía jugar hasta una cascarita de futbol, pero no lo hacíamos. Había un camino ancho, bien marcado, un poco polvoriento y las casas de los vecinos estaban retiradas unas de otras. Enfrente a la mía pasaba un arroyo que siempre llevaba muy poca agua. Se miraba como si fuera a secarse, pero en tiempo de lluvias sí se llenaba y nadaban los patos de mamá. En esta ocasión llevaba muy poca agua, porque aún no era tiempo de lluvias. Excepto en este día que estaba cayendo un aguacero. Me faltaban unos diez metros para llegar a casa cuando escuché un fuerte trueno. Y de pronto vi que cayó algo delante de mí que empezó a brincar y a moverse. Llovía aún más fuerte y los árboles se mecían de un lado al otro por el viento. Me detuve en mi carrera y miré de un lado al otro para ver si había alguien que lo hubiese aventado, pero no había nadie más. Intenté levantarlo pero se me resbalaba de las manos, porque ya se había llenado de lodo y estaba grande. Por fin logré apachurrarlo con las dos manos y deslicé una hacia su cabeza para meterle los dedos en las agallas: era una mojarra grande, de unos 25 centímetros de largo por 10 de ancho.
Me la llevé a casa, donde mamá ya me esperaba preocupada porque andaba yo en la calle con el aguacero. Y me dice: ¿dónde andabas? Mira como vienes, ¿qué es eso que traes ahí? Yo bien mojado, con lodo en brazos, manos y pies, y asombrado le aún le digo, una mojarra me cayó del cielo. Y me dijo, estás loco, ¿cómo te va a caer del cielo? A ver ponla en esta palangana, quítate esa ropa y métete a bañar antes que te haga daño. Y sin decir más, obedecí. Mientras iba al baño, escuché a mamá que decía: aún está viva, cómo te va a caer del cielo. En lo que ella la lavaba, terminé de cambiarme y fui a ver. Mamá ya le había sacado las tripas y desescamado. Era una mojarra blanca, que ahora sé que era una tilapia, y esa especie de pez no había en el río de lugar. Y el mar nos quedaba a muchos kilómetros.
Al poco rato, mamá la cocinaba llenando la cocina de un rico olor a mojarra frita. Y cuando me sirvió un pedazo, me volvió a preguntar que quién me la había regalado. Y volví a decirle lo mismo, de cómo había caído frente a mí en el camino. Ella no más sonrió sin decirme nada más. Y así crecí con esto en mi corazón. Ya de grande, a aquellas personas a quienes les he contado esto, me han vuelto a decir que estaba loco. Otros en tono de burla, me decían que lo bueno fue que no me pegó en la cabeza. Unos decían que lo bueno es que no fue un tiburón, y soltaban la carcajada meneando la cabeza, diciendo, a ti sí te patina el coco.
Duré muchos años ya sin mencionarlo hasta que ya de adulto, por cuestiones de trabajo me tocó estar muy cerca del mar con un don que me hospedó y me acompañaba. Él y yo mirábamos hacia mar adentro cómo se levantaba un remolino hasta llegar a una nube pequeña, pero a medida que los segundos transcurrían, la nube empezó a crecer más y más, poniéndose bien oscura y el remolino pegado a la nube, como si fuera una trompa, como si la nube estuviese tomando agua. Un aire muy fuerte empezó a golpearnos. El don que me acompañaba me sugirió que nos resguardáramos porque no tardaría en llover. Él había vivido toda su vida ahí y sabía que cuando se ponía así iba a llover. Eso que yo miraba por primera vez, él ya lo había visto muchas veces. Y comentó: eso pasa muy seguido, el remolino conectado con las nubes como si éstas tomaran agua. Así se carga el agua, dijo, y nos retiramos a resguardarnos.
Ya en su casa, aún indeciso yo si contarle o no lo que me había pasado, comencé por preguntarle si él creía que hubiese alguna probabilidad de que el remolino que habíamos visto pudiese levantar o absorber un pez o algún camarón de buen tamaño y subirlo a la nube para luego arrojarlo en otro lugar. Y sin vacilar me contestó que sí, con la fuerza del viento.
Así me decidí a contarle lo de la mojarra y por primera vez no se rieron de mí, ni me tildó de loco. Ahí sentí que descansé, que por fin había yo encontrado alguien que me creyera, o que estuviera tan “loco” como yo. FIN.
DAR