Las prótesis, la cirugía correctiva y la creciente importancia de la autopercepción para definir la identidad han motivado a ciertos vanguardistas a ingresar en territorio posthumano. Quienes pensaron que la transexualidad era la última frontera fisiológica han sido desmentidos por las experiencias transespecie.
De manera previsible, algunas de estas innovaciones han ocurrido en Barcelona. La Ciudad Condal se abrió al mar en 1992 con los Juegos Olímpicos y desde entonces también se abrió a todas las modas. En 2020 el barcelonés Manel Mendoza, rebautizado como Manel de Aguas, se implantó aletas artificiales en la cabeza que le permiten percibir la humedad del medio ambiente como un pez que pasó del océano al mercado de la Boquería.
Manel no está solo en esta tentativa, según confirma la Cyborg Foundation, fundada en 2010 y cuyo lema es Design Yourself. Si la Inteligencia Artificial suplanta funciones humanas, este proyecto aspira a servirse de la tecnología para transformar creativamente el cuerpo. Se trata de un ejercicio de autoafirmación que acaso tenga que ver más con lo ultrahumano que con lo posthumano.
La Cyborg Foundation no busca el “perfeccionamiento” de la fisiología, sino el libre ejercicio de las posibilidades del organismo. El proyecto se inscribe en la defensa de los derechos civiles y extiende esa lucha a la morfología y la jurisprudencia. Alcanzado cierto límite de transformación, el ciborg debe ser considerado legalmente como un mutante, con los mismos derechos de las personas “naturales”.
No es difícil simpatizar con el espíritu libertario de este movimiento. Con todo, también podemos temer que la técnica de “hágalo usted mismo” provoque cuestionables consecuencias en el funcionamiento (por no hablar del aspecto) de una especie poco acostumbrada a incrustarse cosas de plástico.
El anhelo de transformación corporal aprovecha una tecnología surgida de necesidades médicas. En 2003, a los 21 años, Neil Harbisson inició un proyecto con el ingeniero informático Adam Montandon para paliar la deficiencia que lo aquejaba: era incapaz de ver colores. Con el implante de una antena en el cerebro, que sobresale unos diez centímetros por encima de su cabeza y se integró al cuerpo de modo tan funcional que dejó de ser percibida como algo ajeno, pudo distinguir hasta 360 tonos cromáticos. Además, el recurso le permitió asociar colores con sonidos, con lo cual rebasó las facultades humanas.
En 2004, Harbisson solicitó la renovación de su pasaporte británico. En México, país que controla rigurosamente los asuntos inútiles, le habrían exigido que se cortara el fleco que le tapa la frente. En Inglaterra enfrentó a funcionarios más tolerantes, pero reacios a retratarlo con una antena en la cabeza. Harbisson explicó que el aparato forma parte de su cuerpo. Luego de arduas negociaciones se convirtió en el primer humano en ser oficialmente reconocido como ciborg.
No todas las iniciativas transespecie son de ese tipo. A los 32 años, el inglés Tom Peters logró convertirse en perro espiritual. En su caso, la tecnología no tuvo nada que ver; simplemente, este hombre que ama a los perros decidió ser un dálmata. Desde entonces se alimenta de croquetas, duerme en el jardín y sale a pasear con correa al cuello. Es demasiado robusto para que su disfraz lo convierta en el “dálmata 1002” de la célebre película, pero sigue los códigos de un cachorro concebido por Walt Disney. Su esposa no ha dejado de amarlo y dice a quien quiera oírla que “lo acompaña en su lucha”.
En condiciones muy distintas, tuve una experiencia transespecie. La escena ocurrió en el año 2001 en el que Arthur C. Clarke ubicó su Odisea. Me instalé en Barcelona con mi familia y un técnico llegó a conectar el Internet. Cuando me oyó hablar, le sorprendió mi acento: “¡Hablas como un dibujo animado!”, dijo con admiración.
Aquel técnico había crecido en una época en que casi todos los doblajes al español se hacían en México. Durante el rato que pasó en el departamento entabló conversación, menos para conocer mis opiniones que para oírme hablar como los personajes de El libro de la selva o Don Gato y su pandilla. Al terminar el trabajo, sacó la factura. Luego de un momento de reflexión exclamó: “¡No le puedo cobrar a un dibujo animado!”, y rompió el recibo.
Ciudad de vanguardia, Barcelona me hizo sentir transespecie.