Por Juan Armando Rodríguez M – Ringo
Esta historia tuvo lugar en la ciudad de Celaya, Guanajuato. Los protagonistas, mis tíos Margarito y Juana. Corría el año de 1987, en la Colonia Las Américas, donde vivían mis tíos, a principios de octubre mi tía Juana enfermó de gravedad a causa de un tumor canceroso que le resultó en la cabeza. Su muerte fue inminente pues el 18 de noviembre de ese año falleció a los 47 años de edad, dejando para siempre a sus ocho hijos y a su esposo. Para consuelo de mi tío, ya todos mis primos eran mayores de edad. A decir verdad, a quien más dolió su partida fue a mi tío Margarito, quien durante el velorio y el sepelio se mostró fuerte y tranquilo pero en su interior estaba totalmente destrozado.
Al siguiente día comenzó a tomar, a tal grado que a la semana ya andaba con el “escuadrón de la muerte”. Así se les llamaba a un grupito de teporochos al que sólo satisfacía al alcohol del 96. Anduvo con ellos durante 8 días, durante los cuales, ya cuando andaba hasta las manitas se dirigía al panteón a llorarle a mi tía en su tumba. Muchas veces el panteonero, que era conocido la familia, les avisaba a mis primos que fueran por él, porque tenía que cerrar. Mis primos regañaban a mi tío, y le decían que ya la dejara descansar en paz. Él les dijo: ya me voy a cortar la borrachera, de lo contrario, Juana no me va a llevar con ella. Dijeron mis primos: no digas locuras, papá.
Al día siguiente se levantó, se bañó, se rasuró y se fue a su trabajo, que tenía desde que era joven. Su patrón lo recibió con gusto y le dijo: me alegra que regreses. A lo que mi tío contestó: ya me voy a poner las pilas porque a mi Juana no le gusta que ande de teporocho y si no ve que ando bien, no va a venir por mí. El patrón le palmeó la espalda y le dijo nuevamente, qué bueno que hayas regresado.
Pasaron dos días que llevaba sobrio y seguía trabajando, pero para el tercer día por la mañana, cuando se dirigía a su trabajo en su bicicleta, fue atropellado por una camioneta que le pasó por encima y provocó que se le enterrara el manubrio de la bicicleta en su estómago. Esto inevitablemente le produjo la muerte. Era el 18 de diciembre del mismo año, 1987, justo al mes de que se había ido mi tía, ahora se iba a mi tío Margarito con su amada esposa Juana. Cabe mencionar que en el velorio de mi tío cuando me acerqué a verlo a su ataúd se le veía el semblante tranquilo y con una mueca de felicidad. Al fin había venido por él mi tía Juana. Fin
El alma
Cierto día caminaba a la orilla de la carretera, dentro del cuerpo que Dios me había asignado como morada. Caminaban muy aprisa, piernas y pies del cuerpo que obedecían al cerebro que pensaba en que pronto oscurecería. Sudaba el cuerpo del hombre portador de este cuerpo, cuerpo en el que yo moraba. Cuerpo que de repente sintió un impacto en su espalda, que crujió al romperse su espina dorsal y cayó al duro y ardiente asfalto de la carretera por la cual transitaba la pesada unidad. El impacto proyectó el cuerpo metros adelante y fue cuestión de un par de segundos para que se escuchara cómo crujía la cabeza al ser aplastada por la llanta delantera del camión. Sesos, materia gris quedaron embarrados en la carpeta asfáltica. El resto del inerte cuerpo fue triturado por diez ejes dobles más para dejar sólo una masa sangrienta, mezclada con huesos y ropas hechas garras. Lo que antes había sido un cuerpo humano y mi morada en cuestión de segundos quedó convertido en nada. Justo era el momento de iniciar mi viaje al cielo, antesala de la vida eterna.
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