Navidad en las montañas”, una lectura para desterrar el odio.

 

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. Buen momento para que los mexicanos, proclives quizá a la violencia pero no al odio, reflexionemos sobre el significado de esta fecha. Desde hace muchos años, mi manera de hacerlo es releer La Navidad en las montañas, de Ignacio Manuel Altamirano. “Villancico en prosa”, la ha llamado Gabriel Zaid, quien trazó su inspiración en la Canción de Navidad de Charles Dickens. Escrita en 1870 tras una década de enconos ideológicos y hasta teológicos irreductibles, fue desde entonces la novela de la reconciliación nacional.

Su trama es sencilla y claramente autobiográfica. Durante los años de la Guerra de Reforma (1858-1861), un capitán juarista (como había sido el propio Altamirano) atraviesa los majestuosos bosques de la sierra acompañado de su criado, un viejo soldado. Las circunstancias lo han puesto ahí en vísperas de la Navidad y, mientras anochece, recuerda con melancolía las humildes fiestas en el pueblo de su infancia y las más bulliciosas de su juventud en la Ciudad de México.

La evocación se interrumpe cuando encuentra al cura de la aldea a la que se dirigen, un antiguo fraile carmelita secularizado llamado don Gregorio. Sus prevenciones -por cura y por español- se desvanecen cuando el militar recuerda a su protector de juventud (vasco generoso, como el cura) y va descubriendo en él virtudes que tiene por verdaderamente cristianas. Aquel cura posee un auténtico afán misionero que cumple entre sus feligreses, procura con denuedo su progreso material (talleres, ganado, cultivos) y renuncia aun a las obvenciones parroquiales para no serles gravoso. “Usted es un demócrata verdadero”, exclama emocionado el capitán. “Demócrata o discípulo de Jesús, ¿no es acaso la misma cosa?”, responde el sacerdote.

Al llegar al pueblo, el capitán advierte la llaneza con la que los vecinos lo llaman “el hermano cura”. La modesta iglesia en la que se celebra la misa de Navidad -techo de paja, nave sin retablos, sin culto a los santos que el capitán tiene por “ídolos”- reafirma su admiración. Él, que reconoce ser para sus enemigos “un hereje, un impío, un sansculotte”, que detesta a los clérigos, que no ha asistido a una misa desde su juventud, ora en aquel lugar “como cuando era niño”, conmovido ante las obras de un “verdadero apóstol de Jesús”, tan distinto de otros sacerdotes.

En la cena, que se sirve a todo el pueblo en el patio de la casa del alcalde, se engarzan tres historias como ejemplos de “la virtud y la modestia” que ocurren ahí, lejos de la ciudad, al amparo de “costumbres patriarcales” y bajo la guía del sacerdote: la del preceptor que, a punto de ser linchado en un pueblo vecino por su credo liberal, fue rescatado por el propio cura; la de Francisco, sabio y pobre anciano indígena a quien se confían las decisiones importantes y cuyo brillante hijo estudia en la ciudad (referencia autobiográfica directa); y, sobre todo, la historia del amor de los jóvenes Carmen y Pablo, en la que interviene el capitán para apresurar un reencuentro largamente postergado. Tras este, la reunión se disuelve, mientras comienza a nevar con fuerza.

Al día siguiente aún permanecí en el pueblo, que abandoné el 26, no sin estrechar contra mi corazón aquel virtuosísimo cura a quien la fortuna me había hecho encontrar, y cuya amistad fue para mí de gran valía desde entonces. Nunca, y Vd. lo habrá conocido por mi narración, he podido olvidar aquella hermosa Navidad pasada en las montañas.

Un chinaco liberal y un sacerdote católico se reconocen uno al otro en su irreductible humanidad. Descubren que tienen más en común de lo que sus papeles políticos les habían dictado. No hay intolerancia fanática en la prédica del cura, ni siquiera un celo por volver al redil a la oveja descarriada. Tampoco hay furia jacobina en el capitán, ni siquiera un reclamo por pertenecer al bando que hacía poco era el contrario. Por sus obras se conocen y reconocen. El liberal recobra sus raíces cristianas, el cura reconoce la raíz cristiana del liberal. En vez de culparse, comprenden. En vez de odiarse, dialogan.

Por una noche, hay paz en la tierra entre dos hombres de buena voluntad. ¿No es ese el mensaje de reconciliación que reclama y merece México, tras estos años de oscura, innecesaria, criminal discordia inducida por el poder?

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