En el comienzo del año nuevo chino (variable en fecha) podemos ver espectáculos indescriptibles en sus ciudades. Los inventores de los fuegos artificiales, de la pirotécnica, sacan lo mejor de su trabajo para iluminar el cielo y el espíritu de sus habitantes. 

A los cohetes que estallan en miles de luces esféricas, añaden una fiesta de iluminación láser desde los edificios y, como nueva moda, proyectan en pantallas figuras que simulan una perfecta tercera dimensión. Dragones, embarcaciones, osos panda y conejos (estamos en el Año del Conejo) caminan por el cielo como si fueran apariciones verdaderas. 

Es un reto a la imaginación y una competencia entre los más hábiles fabricantes y diseñadores, que sólo hasta este año pudieron tener espectadores. Tampoco faltan los ejércitos de drones iluminados que bailan en el cielo. 

En Shenzhen, Guangzhou, Beijing, Shanghái y muchas ciudades más se celebra el rito anual como una manifestación casi religiosa del cambio hacia el futuro; también es muestra del orgullo recuperado como nación desde que triunfaron con el capitalismo. 

China no es un país comunista, ni siquiera podemos pensar en el socialismo de los países nórdicos: es una dictadura de partido dirigida por un autócrata que decidió eternizarse en el poder. Es un estado vigilado pero pacífico, es una sociedad desigual pero en permanente  avance material y cultural. 

A pesar de tener libertades restringidas, la memoria de las viejas generaciones y la historia de la Revolución Cultural de Mao en los sesentas, vivieron el crecimiento como la mayor bendición. Encontraron en los mercados mundiales y la entrada a la OMC (Organización Mundial del Comercio) la puerta para millones de productos que invadieron las góndolas de los supermercados, las tiendas online y los sistemas de cómputo más avanzados. 

Compraron la Volvo a suecos, la Land Rover, MG y Lotus a ingleses. Revivieron las marcas y ahora su dinero va a todas partes como en los años cincuenta sucedió con los Estados Unidos. ¿Son un nuevo imperio económico? 

Las gráficas marcaban que en 2028 emparejarían su producción a la de Estados Unidos y la superarían en la siguiente década. Hay muchas conjeturas sobre su destino. La población que aún creció con controles hasta llegar a 1.4 millardos de habitantes, ahora comienza a decrecer. De exigir un sólo niño por familia, ahora pasaron a estimular la tasa de natalidad. 

Todo ha sido demasiado rápido. Hace 15 años nos quejábamos de la importación de calzado y el gobierno de Guanajuato pagaba espectaculares que decían “chin, se me rompió”, alegando una presunta mala calidad de los productos chinos. 

Hoy no sólo los zapateros y textileros sufren el embate de la producción asiática. Los fabricantes de autos norteamericanos, japoneses y europeos deben poner sus barbas a remojar en el mercado mexicano. Sobre todo cuando los importadores cuentan con un aliado formidable: la fortaleza del peso. 

Al ver el crecimiento de una ciudad como Shenzhen, que pasó de 50 mil habitantes en 1978 a 12 millones; al ver su transporte público todo eléctrico, sus parques y la belleza arquitectónica, decimos: ¿dónde estuvimos?

Hace 17 años, en 2006, cuando Andrés Manuel López Obrador venía en campaña a León, le pregunté por qué no salía de México e iba a Shanghái para conocer el futuro. Dijo que conocía el mundo a través de internet. Pasaron cinco años de su sexenio y jamás tuvo el menor interés de saber lo que pasa en Asia o en Dinamarca, aunque lo menciona mucho. 

 

**Vota para iluminar el destino nacional**

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