El retroceso democrático del país es brutal. En unos cuantos años hemos retrocedido décadas. Caminamos al voto con las instituciones electorales más débiles de la historia democrática. La presidencia viola la ley a su antojo para apoyar a su heredera. Los medios le hacen vacío a la oposición. Los empresarios se trepan al camión oficialista haciendo cálculo de las ventajas que les ofrece el vasallaje. Los derrotados se humillan para aparecer en la foto. Los intelectuales ofrecen razones para distanciarse del gobierno agonizante al tiempo que brincan a elogiar a quien sí hará realidad el gran proyecto traicionado. El mensaje del poder en su renovación, más que triunfal, es soberbio: la historia les pertenece. Como bien se dice en el libro que ha coordinado Ricardo Becerra y que acaba de publicar Grano de sal, “el daño está hecho.”

En efecto: el daño está hecho. La destrucción institucional de estos cinco años no tiene precedente. Con tenacidad se ha ido desbaratando el edificio pluralista que se fue construyendo durante años. La concentración del poder nos regresa a tiempos que imaginábamos superados. El congreso actúa como sello de la voluntad del ejecutivo sin respetar siquiera sus propias reglas. Toda autonomía que afirma su competencia recibe la invectiva furiosa del poder presidencial. A las instituciones que cumplen con su deber se les mutila, se les estrangula, se les hostiga, se les desdeña. Y el crimen que gobierna tantas regiones del país cancela la libertad para elegir. 

La candidata del oficialismo ofrece persistir en la ruta del rencoroso. Otro piso para la misma vereda. Ese es el horizonte de su ambición histórica. Solo alcanzo a ver un par de añadidos en su discurso: las energías renovables y una palabra que no le he escuchado jamás al presidente: machismo. Todo lo demás es molido del mismo molcajete. En lo único en lo que la heredera se aparta del viejo ritual del priismo es que en aquella hegemonía el relevo buscaba la oxigenación de la política. Desde el instante del destape se trazaba una pista de cambio. A diferencia de la destapada de hoy, el destapado de antes hacía homenaje al presidente que tuvo a bien heredarle el poder, deslizando de inmediato un reparo. Podía ser tímido o ambiguo, pero había una pista de que los acentos serían distintos en el futuro. Se elogiaba al patriota de la gran visión, pero se dejaba ver una discrepancia que anunciaba un cambio. Sheinbaum no ha hecho más que repetir las fórmulas del caudillo. Su discurso es un listado de frases ajenas. Su imaginación, por lo menos lo que hasta el momento deja ver de ella, está secuestrada por la fraseología del patriarca.

Alimentada en los enconos de su ídolo, Sheinbaum ofrece obstinación. Es cierto que ha pronunciado la palabra diálogo, pero es evidente que no entiende la política como conversación, como el acuerdo que se abre camino en la discrepancia, como aceptación de una diversidad virtuosa. Todo lo contrario. En su discurso reciente en el Monumento a la Revolución expuso sus impecables credenciales antipluralistas: la democracia le pertenece a su movimiento. No es el edificio que levantan fuerzas en oposición, sino patrimonio de un movimiento que es dueño de una legitimidad que no puede compartirse. De ahí que persista en el sabio humanismo de la demolición. Devastar todos los contrapesos que quedan para que la presidencia reine sin fastidios. Su gestión en la capital, sus discursos y sus nombramientos son elocuentes. Sheinbaum es tan enemiga del diálogo y de la arquitectura de los equilibrios como lo ha sido su héroe. La científica no tolera la refutación. Por eso acompaña al presidente en esa rabia destructiva que quiere arrasar los organismos autónomos y anular a la Corte como tribunal independiente. 

Sheinbaum ofrece consolidar el autoritarismo con un ábaco. No trazaría el itinerario de un tren sobre las rodillas, pero mandaría con la misma cerrazón y con tanta arrogancia como la que impera bajo el lopezobradorismo. Si el presidencialismo autocrático de López Obrador ha sido impulso, capricho, arranque voluntarista, el presidencialismo de Sheinbaum sería igualmente centralista y arbitrario, pero sabría hacer sumas.

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