En medio de los bosques, semisumergido en algún arroyo de aguas gélidas, Richard Brautigan, el niño abandonado que sobrevivió a la inanición, el joven sometido a suficientes electrochoques para iluminar un pueblo, tomaba sedal, caña y sebo confiado en atraer a las truchas hacia su anzuelo. Y en esos parajes apacibles del noroeste de los Estados Unidos, hilaba en su cabeza este particular experimento, locura o sueño, biografía, diario de viaje, protesta hacia una sociedad plagada de contradicciones.
“Las truchas de aquellas cabinas telefónicas eran buena gente. Había un montón de truchas degolladas, de entre quince y veinte centímetros, el tamaño perfecto para las sartenes en llamada local. A veces aparecían otras de unos treinta centímetros, para las llamadas de larga distancia. La trucha degollada me ha gustado siempre. Suele plantar cara: primero se acula en el fondo y luego da buenos saltos. Bajo su garganta ondea el pabellón naranja de Jack el Destripador.”
Los paisajes de Washington, Idaho u Oregon, con sus bosques surcados por riachuelos contrastan con el salvaje hombre urbano que depreda peces y otros seres humanos. Especímenes extraños que llaman a su hija, “la niña” y establecen relaciones afectivas con las estatuas de los parques. Homenaje gringo al absurdo, con una poética fundamentada en el extrañamiento, brinda destellos de lucidez crítica que convierten su lectura en una aventura análoga a la pesca de salmónidos, donde pueden saltar a tu red fragmentos como este:
“Y entonces allá arriba, en Salt Creek, se me ocurrió que siendo la pena capital lo que es, un asunto de estado sin poesía sobre las vías cuando el tren se ha ido y no hay vibración en los raíles, deberían tomar la cabeza de uno de los coyotes muertos por culpa de esas cosas de cianuro del demonio y vaciarla y blanquearla al sol y convertirla en una corona, con los dientes en círculo sobre la parte superior y una agradable luz verdosa emanando de los dientes. Y entonces los testigos y los reporteros y los lacayos de la cámara de gas tendrían que presenciar la muerte de un rey con la corona de coyote sobre las sienes, con el gas alzándose en la cámara como la bruma se desliza por la ladera de la montaña desde Salt Creek. Lleva lloviendo dos días, y a través de los árboles el corazón deja de latir.”
Esta semana, el estado de Alabama ejecutó a un preso por primera vez mediante hipoxia por nitrógeno. A Kenneth Eugene Smith ya habían intentado ejecutarlo mediante la inyección letal el 17 de noviembre de 2022, pero el método se suspendió al no encontrar la vena para introducir la vía. Se encontraba condenado a muerte desde 1989 y a través de diferentes procesos legales logró “vivir” 34 años más. “Los testigos observaron de dos a cuatro minutos de contorsiones y unos cinco minutos de respiración agitada antes de que fuera declarado muerto”. No sabemos si recibió la corona de coyote. Así de vigente sigue Richard Brautigan.
Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com