Claudia Sheinbaum es un misterio. Su disciplina oculta los cambios que supondría su presidencia. La tosquedad con la que remeda el discurso presidencial no hace más que subrayar la incógnita. Imitación de frases y entonaciones que son, en buena medida, una manera de esconder su personalidad. El discurso de la candidata del oficialismo está hecho tanto de convicción continuista como de ocultamiento estratégico. Hasta el momento, no es fácil saber qué partes de su lenguaje son maniobras temporales de fidelidad y cuáles son las piedras duras de su convencimiento. Por eso es un misterio. Es tan razonable imaginar una presidencia de Sheinbaum como la radicalización de estos seis años o como un viraje pragmático.

Con todas las incógnitas que existen, uno podría anticipar un estilo distinto de gestión, otras prioridades en materia energética, cambios en la política ambiental. Lo que hasta el momento parece inalterable es, quizá, lo más profundo: el entendimiento de lo político. Sheinbaum persiste en las categorías de la enemistad. El país está dividido en dos bandos irreconciliables y a uno de ellos pertenece en exclusiva la justicia, la verdad y el futuro. El enemigo, descendiente directo de todos los satanes de nuestra historia, es el obstáculo a la felicidad pública. Si las reglas no son las nuestras, son trampas del enemigo. Sheinbaum ha sido tan opuesta a los contrapesos y tan irrespetuosa de las formas constitucionales como López Obrador. Usó a la fiscalía como su instrumento, golpeó a los órganos autónomos de la capital como lo ha hecho el presidente. Ante la amenaza de que las autonomías sean demolidas, Sheinbaum apuesta decididamente por la dinamita presidencial. 

Hay que decir que, por lo menos, Sheinbaum no se describe como liberal. En las definiciones que ha hecho de sí misma, aparece su género y el orgullo de su entrenamiento científico, su militancia en el campo de la izquierda y su bandera democrática. Soy una mujer científica de la izquierda democrática, dice. A diferencia de López Obrador, no sugiere que la izquierda sea sinónimo de liberal. Sheinbaum no carga ya con esa contradicción que ha exhibido el presidente: decirse liberal y defender un proyecto que niega la ingeniería y los valores del liberalismo. La palabra que la candidata no dice es reveladora porque permite ver con claridad que su entendimiento de la democracia es trunco. Una democracia que expresa la voluntad del pueblo, pero que no tiene instrumentos para evitar el abuso de un poder ejercido en nombre del pueblo. Sheinbaum no aprecia el aporte del adjetivo liberal porque está convencida de que la democracia es y es solamente “representación del pueblo.” Como la democracia del patriarca, la democracia de Sheinbaum es tan elemental que se reduce a su etimología.

Ahí está una de las marcas fundamentales de la ideología lopezobradorista: la reducción de la democracia a simple voluntad popular. En ese pozole populista que ridículamente llaman “Humanismo Mexicano” aparece destacadamente una filosofía antiliberal de la democracia. Democracia que es voluntad de la mayoría y eliminación de cualquier obstáculo que fastidie a quien pretenda encarnar esa mayoría. Por eso la candidata, en su torpe respuesta a Ernesto Zedillo, no logra ver lo que significó el tránsito al pluralismo en los últimos años del siglo XX y no aprecia por tanto lo que significan para hoy el diálogo entre mayorías y minorías, el saludable forcejeo de las instituciones, el aporte de los reparos legales a los antojos del poder.

La democracia mexicana no es fue un regalo ni fue tampoco un abordaje. Fue el fruto de la negociación. Fue el resultado de muchos pactos. Que Sheinbaum siga el cuento de la victoria fundacional que nos trajo la democracia cuando el pueblo se impuso a la oligarquía expone con claridad esa visión de la democracia que no es solamente antiliberal sino autocrática. La democracia pertenece a nuestro movimiento. La democracia la hicimos solo nosotros y a nosotros nos pertenece. Ustedes, los enemigos del pueblo, no tienen nada que decir sobre nuestro régimen. La demócrata que no aprecia la contribución de los otros, que no reconoce el valor de los contrapesos, no es demócrata.

 

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