El lunes pasado el Presidente López Obrador presentó diversas propuestas de reformas constitucionales y legales. Mediante ellas, dijo, pretende lograr la recuperación de la dignidad nacional, la permanencia de su movimiento en la historia o el desplazamiento final del periodo neoliberal, por ejemplo. Por el momento de su presentación y la importancia de los cambios buscados, cada uno de ellos será analizado con detalle para identificar pros y contras. Yo mismo pienso hacerlo en próximas colaboraciones, en especial con los relacionados a la estructura constitucional de la división de poderes.
Más allá de las cuestiones técnicas o políticas, mismas que se irán develando, el acto del lunes contiene importantes claves a considerar. El presidente mostró sus debilidades y el ocaso de su proyecto político más que la majestuosidad que trató de imponernos en su muy privada ceremonia. En donde pudo haber fortaleza, mostró las facetas de un hombre cuyo tiempo para estar en la historia pasó como alguna vez lo soñó.
El presidente eligió como recinto el Palacio Nacional para garantizar la presencia de los propios y la ausencia de todos los demás, contradiciendo sus palabras sobre la recuperación del espíritu de la Constitución redactada en el amplio y público Teatro de Querétaro.
Quien fue anunciado como presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos y comandante en jefe de las fuerzas armadas, sólo quiso convocar a sus subordinados y no a los titulares de otros poderes públicos federales o estatales. Redujo el centenario festejo, al homenaje que se hizo a sí mismo para llamar a su obra “hazaña nacional”, “momento estelar” o “aportación histórica”. Evitó que los titulares o representantes de otros poderes pudieran expresar sus puntos de vista políticos o jurídicos diferentes. El espacio llamado de la República fue sustituido por un anexo del Palacio que solitariamente habita. En tan contenido y acotado espacio, desplegó sus retóricos artificios. Juegos de palabras que hicieron suponer que tanto las proclamas independentistas de Hidalgo como los Sentimientos de Morelos avizoraron los postulados que el obradorismo construiría dos siglos después.
El sexenio de López Obrador termina y poco le queda por hacer. Tuvo tiempo para combatir la corrupción y no lo hizo; pudo descentralizar las instituciones y democratizar el poder, pero prefirió concentrar unas y otro para sí; contó con la legitimidad necesaria para iniciar cambios de fondo, pero se limitó a contarse, y a contarnos, lo que haría con las facultades jurídicas y la representatividad con que ya contaba. Por su capacidad de perder el tiempo y las oportunidades, a López Obrador se le considerará como un dilapidador de muchas cosas. Sobre todo, de posibilidades y de esperanzas.
Al terminar su alocución de este lunes, recordé lo que Randolph Churchill dijo de William Gladstone: “An old man in a hurry”. Una persona a la que aun cuando el tiempo se le agotó -o precisamente por ello- busca como sea, hacer algo para trascender o trascenderse. López Obrador no ha podido construir prácticamente nada de lo que ofreció.
En su necesidad de ocupar el cargo que la mitología mexicana le ha hecho suponer que le conferirá reconocimiento y prestigio, instrumentalizó la vida sin prever que lo dicho y lo hecho formaría parte de su propia presidencia. Las ceremonias y los ceremoniales privados no son propios de quienes están abiertos el escrutinio público; menos aún, de quienes, por más que se resistan, saben que su anhelado paso a la historia no será ni plácido ni reconocido; mucho menos, de quienes buscan la unánime aceptación.
@JRCossio