Un poeta comienza por su nombre. Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto juzgó imposible escribir llamándose de esa manera y adoptó el seudónimo de Pablo Neruda.

México supo de él muy pronto gracias a Gabriela Mistral, quien llegó al país como maestra, invitada por José Vasconcelos, y que en 1923 publicó la antología Lecturas para mujeres, donde figuraba el poema “Maestranzas de noche“, escrito por Neruda antes de cumplir 19 años.

En el mismo año, su cuñado, Rubén Azócar, visitó el México surgido de la Revolución y mandó entusiastas cartas a Chile. El poeta pensó en alcanzarlo con su novia, Albertina Azócar, que inspiró el libro más vendido de la poesía en español: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Ese anhelado viaje tardaría en ocurrir, pero los contactos mexicanos prosiguieron. En 1937, Neruda conoció a Carlos Pellicer, Elena Garro y Octavio Paz en el Congreso de Escritores Antifascistas, celebrado en Valencia. Finalmente, en 1940 llegó al país como cónsul general de Chile. Trabó inmediata amistad con Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Tina Modotti, Frida Kahlo, Silvestre Revueltas y muchos otros. Acostumbrado a mejorar la realidad con sus palabras, aseguró que se hospedaba en una mansión que había pertenecido al poeta Ramón López Velarde. En ese sitio hechizado, estatuas de dioses griegos recibían la luz de la luna en un estanque. La realidad era distinta: López Velarde murió a los 33 años sin haber tenido una casa. Lo cierto fue la devoción de Neruda por nuestro país, al que prometió volver después de su cargo diplomático.

En 1945 fue electo senador por el Partido Comunista. Al año siguiente, Gabriel González Videla llegó a la Presidencia respaldado por una alianza de radicales, demócratas y comunistas, pero traicionó a sus compañeros. Neruda tuvo que pasar a la clandestinidad y remontó Los Andes a caballo. Su destino de salvación fue México.

Volvió como exiliado y publicó Canto general en un tiraje de 500 ejemplares, diseñado por Miguel Prieto, con ilustraciones de Rivera y Siqueiros, que es uno de los mayores tesoros editoriales del idioma.

En 1973, cuando Pinochet encabezó el golpe militar contra el gobierno de Allende, Neruda era, sin discusión, el principal escritor de la lengua castellana. México le ofreció asilo político y el poeta se dispuso a volver aquí. Lo que sucedió a continuación pertenece a los misterios de la ciencia médica y la novela policiaca.

A los 69 años, el poeta era un hombre robusto, pero lo aquejaba un cáncer de próstata. Decidió operarse antes de viajar. Ingresó a la clínica Santa María, en Santiago, de la que no saldría. Falleció doce días después del golpe de Estado.

En 2011, su chofer, Manuel Araya, contó que se había alejado del hospital por unas horas para llevar a la esposa del poeta a su casa. Al regresar, descubrió que el paciente había sido inyectado en el abdomen. El detalle lo sorprendió, aunque no tanto como el hecho de que muriera momentos después. El diagnóstico oficial fue “caquexia cancerosa”.

En 2013, el cadáver fue exhumado para investigar un posible envenenamiento. Después de cuatro años de análisis, patólogos de Canadá y Dinamarca detectaron la presencia de la bacteria Clostridium botulinum en el cuerpo del poeta, que aparentemente le había sido inoculada. La auténtica causa de la muerte fue botulismo.

Neruda fue recibido en la clínica Santa María por el médico Sergio Draper, quien turnó el caso a un colega cuyo nombre completo no recordaba pero al que llamaban “Dr. Price“. Lo describió como una persona alta, rubia, de tez blanca. En los anales del hospital no figura nadie con ese nombre; tampoco en los registros del Colegio Médico de Chile.

Los peritajes indican que el poeta no murió de causas naturales, pero la intervención humana es difícil de precisar. Hace tres días, la Corte de Apelaciones de Santiago ordenó reabrir la investigación.

El caso Neruda continúa. El poeta que cambió de nombre tuvo un desenlace incierto, quizá prefigurado en el comienzo de Residencia en la tierra: “Como cenizas, como mares poblándose/ en la sumergida lentitud, en lo informe…”.

Lo indiscutible es su legado. Al recibir la noticia de su muerte, José Emilio Pacheco escribió: “Neruda trabaja con la naturalidad con que el viento y el mar forman las olas y reivindica -para todos- los derechos de la alegría en medio del infierno de los vivos“.

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