Las mascotas son los testigos necesarios de una especie que necesita sentirse acompañada. Confirman que nuestra presencia importa. Otro tipo de animales -los pájaros o las ardillas- animan nuestra vida sin que nos hagamos cargo de ellos. En el extremo opuesto están las especies que nadie quiere tener cerca: cucarachas, ratas y termitas.
De las muchas formas que el reino animal tiene de llegar a nuestras casas ninguna se compara a las hormigas. Luchar contra ellas es inútil; tarde o temprano volverán a robarse el azúcar. Este animal incómodo nos define por dentro: las emociones intensas provocan hormigueos.
Al modo de Gerald Durrell, autor de “Bichos y demás parientes”, incluyo en el tema a mi familia. Tener hijos sirve para que la memoria se someta a un calendario caprichoso; a medida que crecen revelan que las profecías más interesantes son retrospectivas: lo que hacen ahora ya se anunciaba en otro tiempo.
Ahora sé que las hormigas también pueden servir de oráculo. Hace unos diez años nos prestaron una casa en la costa de Nayarit que llevaba varios meses deshabitada. En las ciudades, el abandono de un hogar se constata por el correo acumulado; en el trópico, por la proliferación de insectos. Abrimos la puerta a una estancia en la que volaban y reptaban bichos que desafiaban toda clasificación. “¿Sabías que hay más variedades de escarabajos que de mamíferos?”, Juan Pablo preguntó con entusiasmo. Una vez más mi hijo mostraba raros conocimientos.
A ese viaje llevé un libro sumamente aburrido pero que tenía el peso ideal para aplastar insectos. Juan Pablo me sorprendió en esa tarea depredadora: “Pierdes el tiempo”, dijo: “las hormigas siempre nos van a superar: su peso físico es diez veces mayor que el de todos los humanos”. Me sorprendió, y en cierta forma me alarmó, que también supiera eso. ¿De qué le servía estudiar a las hormigas? En un acceso de desesperación paternal sospeché que aprendía cosas raras para contradecir a su familia.
Luego me habló de las costumbres de los coleópteros y me convenció de usar repelente en vez de pelear cuerpo a cuerpo con los bichos. Curiosamente, esta medida provocó el malestar de otra especie. Me acerqué a un perico para enseñarle a decir “abracadabra” y me contestó con un alarido digno de Robert Plant. “Te pusiste demasiado repelente”, dictaminó Juan Pablo. El olor químico hizo que el perico gritara como el cantante de Led Zeppelin.
Durante la estancia vimos iguanas de aspecto antediluviano y longevos cocodrilos en su siesta perenne; probamos frutos desconocidos, y sentimos la comezón de piquetes imaginarios o de insectos junkies, adictos al repelente. Nada más extraño que lo natural.
Una noche, después de cenar, propuse que cada quien comentara alguna noticia, reciente o lejana, que le hubiera impactado. Tal vez por estar rodeados de naturaleza todos nos referimos, de una manera u otra, a la voraz y no siempre comprensible supervivencia del más apto. Hablé de algo que había leído esa mañana y que representaba una versión salvaje del darwinismo: la segunda fuga del “Chapo” Guzmán. El narcotraficante había mandado hacer un túnel de un kilómetro y medio de extensión desde su celda al sitio donde lo aguardaba una motocicleta.
Cuando llegó el turno de Juan Pablo, él se refirió a Harriet, la tortuga que Darwin llevó de las Galápagos a Inglaterra y que vivió 175 años. Había sido nuestra contemporánea, pues murió en 2006. Esa historia era más interesante y profunda que la mía. Aun así, me pregunté si el interés de Juan Pablo por los animales tendría otro fundamento que el deseo de asombrarnos.
Pasaron los años, mi hijo estudió Medicina y ha vuelto a Nayarit, donde hace su servicio social. En nuestra más reciente llamada le pregunté si tenía algo nuevo qué decir acerca de las hormigas. Lo dije en broma pero me respondió en serio: “Tienen una función quirúrgica: en África el pueblo masái usa a las hormigas soldado, que son las más cabezonas, para que muerdan una herida; luego las decapitan; la cabeza queda prensada como una grapa que sirve de sutura”. En ese entorno no tiene sentido decir “me dieron diez puntos” sino “tuve una herida de diez hormigas”.
Lo dicho: los hijos le dan valor profético al pasado. El niño anuncia algo que sólo se conocerá tiempo después. El interés por los bichos puede llevar a la Medicina.
Pensé esto y sentí un hormigueo.