En estos días nos enfrentamos a controversias sobre la aplicación de leyes migratorias en Estados Unidos. Entre críticas que apelan a la discriminación y generación de miedo entre comunidades de inmigrantes o defensores que las consideran necesarias para la seguridad pública, están las consecuencias potenciales para la salud de estas comunidades.
Se habla hoy de la capacidad de los agentes de la ley para preguntar sobre el estado migratorio de una persona y la obligatoriedad de responder y cooperar con las autoridades federales de inmigración, la retención o custodia de personas con sospecha de estadía ilegal, las penalizaciones a entidades públicas y privadas que respalden la tolerancia a la inmigración ilegal, indagaciones sobre el estado migratorio incluso durante interacciones rutinarias o por simple sospecha de estatus de ilegalidad migratoria, hasta el tema de que, dadas ciertas circunstancias, se podrían producir deportaciones masivas.
Este escenario, considerado por algunos como “lejano” o “improbable”, podría tener un impacto sustantivo en miles, incluso millones de personas. Primero, podríamos estar frente a una presión incrementada sobre los servicios públicos de salud, ya que las deportaciones masivas conducirían a un influjo de individuos que requerirían servicios sanitarios, incluyendo cuidados de atención primaria, emergencias o hasta servicios de alta complejidad. El incremento repentino de la demanda provocaría tensión en los sistemas que de por sí ya están al tope de capacidad.
De igual manera, los desafíos para poder acceder a cuidados de salud por las propias limitaciones del país de origen (como infraestructura limitada, barreras de lenguaje, falta de seguridad social o estigmatización) podrían resultar en retraso en la atención, conduciendo a peores desenlaces de enfermedades o riesgos potenciales de salud pública incrementados.
Para individuos con enfermedades crónicas o necesidades continuas de atención médica, la deportación podría romper esta continuidad al perder el acceso a medicamentos, tratamientos o seguimiento de sus condiciones con un impacto negativo sustantivo. No olvidemos la importancia de la salud mental, ya que esta experiencia de deportación es traumática, conduciendo a trastornos de ansiedad o depresión, por lo que habría la necesidad de destinar recursos para atender estas condiciones en individuos y familias.
El golpe económico es evidente también, ya que se deben redistribuir recursos (o conseguir adicionales) para proveer cuidados a los deportados, quienes es muy probable que carezcan de coberturas sanitarias o medios financieros para hacer frente a sus necesidades de atención en salud. Por último y no menos importante, los movimientos masivos de personas tienen consecuencias en salud pública si no hay mecanismos de tamizaje o detección oportuna de enfermedades, en especial las transmisibles o infecciosas o medios de prevención disponibles como la vacunación. El riesgo aumentado de brotes puede conducir a una presión incrementada en los sistemas de vigilancia epidemiológica.
De manera general, el retorno o las deportaciones masivas de personas, pueden significar desafíos mayúsculos para los sistemas sanitarios, los cuales requieren (anticipando escenarios) tener capacidad de adaptación y respuesta si es que se presentan estas demandas de atención extraordinarias. Los esfuerzos de colaboración entre prestadores de servicios, políticos, gobiernos y sociedad deberán orientarse primero a prevenir o resolver estos conflictos migratorios, pero si se presentan, tener capacidad de responder ante la adversidad. No es un tema menor y menos ante la circunstancia política y electoral del vecino del norte. Debemos estar alertas. Es tiempo.
Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Especialista en Patología Clínica, Profesor Universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.