Hay cosas que necesitamos descubrir porque no están visibles, permanecen tras el velo de los días guardadas en los minutos que se nos fueron, y es en la convivencia en donde la bruma se empieza a disipar y nos permite ver con claridad las historias de los otros, y de paso, desempolvamos las nuestras. 

A veces, me doy cuenta que hay quien se oculta y no se muestra, sus razones tendrá, prefiere mantenerse en la sombra, ponerse una máscara amplia que le oculte el rostro, un impermeable para evitar que penetre la lluvia, porta una coraza impenetrable, oculta unos labios que ya no quieren hablar.

De poder oír esa voz, sonaría hueca atrapada en un recinto cerrado, seca, monocorde, sin emociones como si hubiera encontrado una seguridad en su encierro, y aislamiento. Porque es sabido que es difícil restaurar las fracturas internas que no miramos, resulta imposible añadir un yeso o escayola y solamente van sanando con el tiempo y en soledad. Si pudiéramos observar como lo haría un cirujano diestro nuestra carne mortal, descubriríamos verdugones, cicatrices de bordes imperfectos, ciempiés furiosos que se arrastran silenciosos al paso de nuestra sangre, adheridos con firmeza reclamando un sitio. Pero no podemos hacerlo, solo sentimos e imaginamos y creo es mejor así. 

También me he encontrado con quien se apropia de la conversación y corre con ella lejos hasta llevarla a sus terrenos, me convierto entonces en un observador que afirma si lo considera preciso, o niega imbuida en ese monólogo sin sentido. Y qué decir de quien aprovecha esas oportunidades de convivencia para enumerar sus logros, vestirlos con la grandeza de sus presunciones haciendo que me resulten doblemente odiosos. 

Afortunadamente, hay personas afines e historias que se descubren al calor de una charla franca, que se ofrecen a manera de dádiva, en donde la emoción brota como un manantial sin temer nada, solamente fluye tranquilo y confiado porque sabe que ha encontrado un resquicio, una grieta que conduce su agua fresca con seguridad, ha descubierto una puerta entreabierta, con sus percepciones, sabe perfectamente que sus palabras descansarán desde ese momento en otro corazón que las merecen.

A mí me gusta vivir en otros pensamientos, transitar esas rutas que me hermanan con personas que tienen la apertura de guardar con afecto y protección mis confidencias. Porque: ¿Qué tengo más grande en mi vida que mis recuerdos preciados, acaso hay algo más grande por obsequiar, por compartir?

No me vanaglorio de tener la pericia de descubrir por dónde tirarán las palabras, son entes impredecibles, que apabullan con voracidad o llevan al tedio, otras veces, son veloces carros de fuego o de aire que me envuelven en un remolino vertiginoso del que no quiero salir, porque me siento invitada al banquete de una vida audible y compartida. Hay días, como ese día, que sé que se quedarán en mí, que no sucumbirán, no, sin duda.

Y como he entendido que la vida nos envía de cuando en cuando estas charlas a manera de compensación, concediéndonos el privilegio de sentir similitud, permite que esas palabras se queden vibrando y resonando como una melodía infinita o un eco que no se extinguiera. Reflexionando en esto, se afirma en mí la certeza de que, de lo que habla la boca, está repleto el corazón.

 

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