La violencia, en cualquier sociedad, tiene profundos efectos en diferentes sectores y la salud no es la excepción. Los ataques al personal de salud no solamente amenazan la seguridad y el bienestar de aquellos directamente involucrados, sino que afectan la disponibilidad y calidad de los servicios asistenciales en multitud de formas.

Las afrentas contra los trabajadores de la salud crean una atmósfera de miedo e intimidación y la comunidad está constantemente temerosa. Los profesionales sanitarios se vuelven reacios a trabajar en áreas de alto riesgo o proveer servicios a cierto tipo de personas o poblaciones, lo que condiciona el desabastecimiento de personal y el acceso reducido a la atención de la salud. No es infrecuente que la violencia cause la interrupción de los servicios clínicos y del funcionamiento normal de las instalaciones sanitarias, lo que incluso conduce al cierre temporal, la limitación de horarios o la clausura definitiva, derivando en retrasos de tratamientos, pérdida de citas y el decremento en la disponibilidad de servicios médicos esenciales, siendo mucho más notorio en áreas con mayores niveles de violencia.

La violencia persistente conduce a que los prestadores de servicios migren en búsqueda de ambientes laborales más seguros. Esta “fuga de cerebros” exacerba la limitación de personal capacitado con el consiguiente compromiso de la disponibilidad y calidad de la atención clínica. De igual manera, el impacto en la salud mental, por la exposición continua a ambientes violentos, tiene efectos psicológicos significativos para los trabajadores de la salud, con la presencia de burnout, ansiedad e incluso estrés postraumático, siendo imposible brindar cuidados y atención de calidad cuando ni siquiera pueden lidiar con sus propios desafíos de salud mental.

Tampoco hay que olvidar que los climas de violencia, ataques, extorsiones, derecho de piso, secuestro, entre otros, desgastan la confianza de la población general y de los profesionales clínicos, quienes incluso llegan a no proveer atención por el miedo a revelar información sensible temiendo por la confidencialidad lastimada y la seguridad perdida. Multitud de profesionales dejan incluso de dedicarse a sus actividades, puesto que se vuelven blancos suculentos para quienes ejercen la violencia.

Por lo anterior, debe apostarse al diseño de planes y políticas públicas orientadas a mejorar la seguridad de los profesionales clínicos (ya sea en las instalaciones, como videovigilancia o controles de acceso, pasando por personal de seguridad entrenado y equipado), con una colaboración estrecha con las fuerzas del orden, para compartir información e inteligencia, coordinar respuestas y proveer asistencia al ser detectada una amenaza. De igual manera, informar e incluso capacitar al personal de salud para el reconocimiento de amenazas potenciales, protocolos de respuesta de emergencias e identificación de actividad sospechosa, todo lo anterior basado en mecanismos de reporte verdaderamente anónimos que permitan denunciar, sin temores, intimidación o extorsión. La protección de áreas de mayor riesgo o regiones con presencia más elevada del crimen organizado debería considerarse prioridad. Por último y no menos importante, involucrar a las comunidades, líderes locales y sociedad civil, así como tomar medidas contundentes legales y judiciales para un marco mucho más sólido de penalización para crímenes cometidos contra personal de salud, debería ser considerado como una prioridad. La identificación, persecución y aplicación de medidas punitivas legales es mandatorio.

No tomar en consideración el clima de violencia y la afectación que esta tiene sobre los sistemas de salud tendrá consecuencias sustantivas, para los trabajadores sí, pero también para las poblaciones. Tema prioritario a atenderse de inmediato, fuera del color o ideología política que se profese.

 

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor de especialidad y promotor de la donación altruista de sangre

 

RAA

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