Después de seis años en el poder, López Obrador puede ser visto como un magnífico proselitista y un mal estadista. Fundó un partido que en pocos años se hizo de la mayoría del país, ganó la Presidencia con una cantidad récord de votos, mantuvo su popularidad, dominó el discurso público y logró que su candidata y su partido arrasaran en las elecciones de 2024. Incluso se dio el lujo de influir en la oposición y contribuyó a que Xóchitl Gálvez no contendiera por la Ciudad de México, donde tenía posibilidades de ganar, sino por la Presidencia, donde la aguardaba una segura derrota.
Estos triunfos tácticos contrastan con los ambivalentes resultados de su gestión. Formado en el PRI, López Obrador asumió posteriormente una postura izquierdista con la que trató de ganar en 2006. Llegó al poder doce años después, transformado en un caudillo populista que impulsó proyectos neoliberales como el Tren Maya, benefició a los supermillonarios, aumentó la militarización del país sin que disminuyera la violencia, redujo apoyos a la cultura, la ciencia, la educación y la salud, y dio la espalda a las causas feministas, indígenas y ecologistas. Desde el púlpito presidencial, insultó a articulistas en el país más peligroso para ejercer el periodismo.
Este uso discrecional del poder estuvo acompañado de una economía que duplicó el empleo y desplegó eficaces programas asistencialistas. El peso se mantuvo estable y por primera vez en dos décadas, Estados Unidos compró más mercancías de México que de China. AMLO sorteó el acoso de Trump y recuperó márgenes de soberanía al cancelar la Iniciativa Mérida y limitar la injerencia de la DEA en asuntos internos del país.
Fanático de la honestidad, no impidió que familiares y amigos suyos participaran en el tráfico de influencias del que derivan puestos y ganancias. La confusión entre lo público y lo privado, que el PRI llevó a niveles pasmosos y el PAN procuró imitar, no han sido ajenos a Morena.
Con su retórica de “nosotros contra ellos”, López Obrador exacerbó la polarización que había comenzado Fox con su proceso de desafuero. Convertido en víctima, AMLO se transformó en verdugo. Su justificada crítica a la desigualdad derivó en una arenga justiciera que convirtió a todo oponente en “conservador”. Enemigo de la objetividad, se apoyó en “otros datos”, jamás revelados. Como Pedro Páramo, fue un patriarca inapelable, dueño de un “rencor vivo”. Abrazó a millones de personas, pero no las escuchó y desconfió de los expertos.
Todo eso fue atractivo para muchos. El Presidente simplificó el discurso y determinó la conversación pública. Las torrenciales “mañaneras” obsesionaron a sus adversarios. La mayoría de los medios privados se oponían a su gobierno; sin embargo, en aras de criticarlo, hablaron sin cesar de él. En muchos foros, la inmensa variedad de temas que puede ofrecer un periódico o un noticiero se redujeron a la crítica mecánica de cualquier iniciativa oficial, sustituyendo la información por recursos de propaganda.
La opinión publicada influyó poco en los votantes. Una de las lecciones de los comicios fue el escaso efecto que los medios tuvieron en la voluntad popular. Otra lección es la forma en que el periodismo desconoce a la mayoría silenciosa (o, mejor dicho: silenciada). En esencia, los medios no son un espejo de la sociedad sino de sí mismos. Como los espejos que Valle-Inclán vio en el Callejón del Gato de Madrid, no reflejan la realidad sino su distorsión.
Llega el turno de Claudia Sheinbaum, respaldada por más de 35 millones de votos, con larga experiencia como militante (siempre en espacios de la izquierda) y como gestora pública. Con inteligencia, acuñó un lema para definirse: “Continuidad con sello propio”.
No podía llegar al poder oponiéndose a un Presidente con alta aprobación, que además tiene las riendas de Morena y fuertes vínculos con el Ejército.
La política es, entre otras cosas, el arte de tragar sapos (y simular que son sabrosos). Sheinbaum aceptó el menú ofrecido por el mandatario. Aunque tiene sólida preparación científica en temas ambientales, no se opuso a las energías fósiles impulsadas por el Presidente. En un país de feminicidios, su agenda feminista tampoco ha sido muy clara.
Lo cierto es que no podía ganar sin una promesa de continuidad. Pero su destino y su legado dependerán de la otra parte de su propuesta: el sello propio.